En un momento donde la política tradicional parece haber extraviado su voz más allá de los parlamentos y sus ecos ya no resuenan con nitidez en la calle, emerge —casi con naturalidad— una forma de hacer política que no responde ni al calendario electoral ni al mandato institucional. Se trata de colectivos sin partido pero con ideología, sin cargo pero con poder. Grupos que no buscan ocupar sillas sino instalar sentido. Que no buscan el Estado, sino actuar como si ya fuesen una extensión de él.
Esta nueva política —vieja en estética, sofisticada en método— opera desde los márgenes de la formalidad pero con plena conciencia de sus reglas. Se desliza por los intersticios de las estructuras partidarias, con un pie en el mundo analógico (el que aún respeta la asamblea, el volante, la caminata territorial) y otro en la inteligencia del tiempo digital, donde lo simbólico se multiplica más rápido que lo tangible. En esa fisura que dejaron los partidos, acostumbrados a improvisar discursos y no a construir pensamiento, se instala esta vanguardia sin nombre fijo pero con rostro reconocible.
Su fuerza no radica en la visibilidad, sino en la constancia. No se legitiman por el voto, sino por la presencia. No requieren mayorías: les basta el vacío.
En el paisaje político actual, donde las instituciones se han vuelto lugares sin lugar —espacios saturados de procedimientos y desvinculados de la experiencia—, estos colectivos aparecen como formas de arraigo. Funcionan como enclaves de sentido en un entorno marcado por la deslocalización simbólica de la representación. No prometen nada, simplemente están. Y en un mundo saturado de promesas sin cumplimiento, esa presencia basta para configurar autoridad.
Lo que antes era el cargo, ahora es el dispositivo: una forma de operar que se sostiene por la repetición de prácticas, por la creación de códigos compartidos, por el dominio de las narrativas. No necesitan declarar la toma de un espacio: basta con habitarlo, intervenirlo, estructurarlo. En un tiempo donde los partidos se han transformado en administradores de contingencias y no en productores de ideas, estos grupos entienden que la potencia política radica en anticiparse, no en reaccionar.
Hay en ellos una lógica casi clínica: observan, registran, intervienen. Saben que el poder ya no se ejerce solo desde arriba, sino también desde los márgenes que delinean lo visible. Ocupan un lugar que no estaba vacante porque no era considerado lugar. Y en eso consiste su radicalidad: no disputan lo instituido, lo desbordan.
Así, mientras el sistema político reproduce su inercia —campañas, cargos, comunicados—, estos actores eligen la táctica del entre. No están dentro ni fuera, sino entre las cosas: entre el Estado y la ciudadanía, entre la ideología y el gesto, entre el relato y el algoritmo.
Y eso los vuelve eficaces.
Porque no buscan el reconocimiento institucional, sino la pregnancia cultural. No quieren legislar, quieren narrar. Y quien narra, organiza el mundo.
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