Hay hombres que hablan desde los libros. Otros desde los mapas. Martín Avelino Laclau habla desde el territorio. No porque lo haya leído, ni porque lo haya regulado, sino porque lo ha caminado. Porque lo ha discutido. Porque lo ha defendido, a veces contra otros hombres que también tienen mapas y leyes, pero los miran desde Google Earth.
El despacho del Director de Planificación Territorial y Medio Ambiente de la Intendencia de Colonia —nombre largo, casi oracional— está a punto de dejar de ser suyo. Siete años después de haber asumido, Laclau se detiene por un instante a mirar lo hecho, lo postergado, lo que tal vez no se concrete nunca. “Mañana se cumplen exactamente siete años”, dice con la voz de quien no necesita mirar el calendario. No hay épica en su tono, pero sí una conciencia cabal del tiempo.
El nacimiento de una dirección, el fin de un desorden
Cuando Laclau asumió, no existía la dirección como tal. El ordenamiento del territorio, hasta entonces, era una tarea difusa, fragmentada entre arquitectura y vivienda, con decretos dispersos y una lógica más próxima al azar que a la planificación. “Antes se hacía todo a la bartola”, dirá más de una vez, con ese estilo franco que mezcla ironía y responsabilidad.
La ley 18.308 y las directrices departamentales fueron el punto de partida. Pero fue su visión —y su terquedad— la que transformó el ordenamiento territorial en un ejercicio de escucha, conflicto y decisión. “No se puede ordenar el territorio sin conocerlo caminando”, repite. Y en esa frase cabe no sólo una técnica, sino una ética.
La ciudad que no termina de ser: Carmelo
Pocos proyectos lo movilizaron tanto como el Plan de Ordenamiento Territorial de Carmelo. Un plan que, pese a estar aprobado por el Ministerio, aún no entra en vigor. La traba es casi absurda: un balneario —Zagarzazú— donde viven más de mil personas no puede ser considerado urbano porque no tiene red de agua potable. Aunque las obras para dotarlo del servicio ya están en marcha.
“Me están pidiendo que el barrio ya tenga agua para poder aprobar el plan que permitiría, entre otras cosas, que tenga agua”, dice, con una mezcla de frustración y resignación burocrática. Él conoce a cada actor institucional. Sabe quién firma, quién retrasa, quién no ha pisado nunca la zona que regula. Por eso insiste: “La planificación necesita embarrarse”.
Entre dos Carmelos
El Dr. Avelino ve a Carmelo como un cuerpo dividido. Por un lado, la zona de bodegas, hoteles y proyectos turísticos que florece hacia la ruta 21. Por otro, el casco urbano tradicional, golpeado por la falta de inversión, la precariedad y la espera.
“No se trata de expandir el suelo urbano sin sentido. Al contrario, lo contraemos. Pero sí se trata de darle altura, densidad, oportunidad”. La altura, explica, no es un capricho estético. Es economía urbana: permite concentrar servicios, reducir costos y hacer viables proyectos que de otro modo no existirían. “Con cinco pisos, ya cambia la ecuación del inversor. Carmelo necesita inversión, necesita que algo pase”.
Lo que no se logró, lo que sí
Hay temas que Avelino Laclau arrastra como pequeñas espinas. El Hotel Casino, por ejemplo. “El pliego era inviable. Pedía demasiado y ofrecía muy poco. Lo dije desde el principio. No me escucharon”.
También la rambla, que aún espera que se resuelvan los estudios hidráulicos y el eterno conflicto entre desarrollo e impacto ambiental. Y los realojos sociales, que avanzan lento pero existen: 13 casas ya construidas para familias que vivían en condiciones críticas.
Pero lo que más le duele —aunque no lo diga con palabras— es cuando las decisiones se toman lejos del territorio, sin comprender la trama viva que habita los mapas. “Las leyes muchas veces están pensadas para Montevideo. Colonia no encaja ahí. Tiene huertos, chacras, borde costero, centros poblados híbridos”.
Por eso creó categorías nuevas de suelo. Por eso defendió a los pequeños productores de Colonia Estrella. “No podemos decirles que ahora no pueden producir porque alguien decidió que esa zona es suburbana. No podemos borrar décadas de historia con un decreto”.
Y ahora qué
Avelino Laclau no sabe —o no quiere saber— si seguirá en la función. Cree que los gobiernos deben cambiar personas, pero también cree que hay líneas de trabajo que deberían sostenerse. “Si no puedo ejecutar, prefiero estar con mi familia”, dice. No hay cálculo en su voz. Hay cansancio y convicción.
Lo cierto es que no hay muchos que sepan tanto sobre los pliegues del territorio coloniense como él. Sobre cómo se arma un plan, cómo se defiende ante Dinacea, cómo se negocia con un desarrollador que quiere invertir en un puerto o en un terreno en ruinas.
Se va, tal vez. Pero si lo hace, será con la certeza de que planificar no es dibujar el futuro desde una computadora. Es caminar, escuchar, persuadir, fracasar, volver. En eso, el ordenamiento territorial no es otra cosa que una forma de cuidar la vida.
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