El miércoles 30 de abril, a las 18 horas, el Municipio de Carmelo realizó su Rendición de Cuentas anual correspondiente al ejercicio 2024. El evento, anunciado en más de una ocasión y finalmente concretado sin mayor estridencia, expuso más que un informe: mostró un síntoma. La ausencia fue el dato más elocuente.
Participaron la alcaldesa, un único concejal titular del oficialismo y una suplente. No hubo representación de la oposición, y en las barras, apenas dos de los candidatos a alcalde que competirán -en pocos días- en las elecciones de 2025. La ciudadanía, sencillamente, no estuvo.
En una instancia que debería funcionar como ejercicio de transparencia y herramienta de control democrático —donde se expongan metas, se expliquen desvíos y se escuchen observaciones—, el silencio del público resultó atronador. Desde la perspectiva de las políticas públicas orientadas a la participación ciudadana, la escena fue desoladora: ni un solo vecino, ni una inquietud, ni un aplauso, ni una crítica. Sólo sillas vacías.
¿Quién pierde cuando la política se convierte en un trámite sin testigos?
La primera respuesta es sencilla: pierde la ciudadanía. Sin participación, no hay control social. Pero también pierden los partidos, incluso quienes gobiernan. La falta de involucramiento ciudadano no siempre es sinónimo de apatía; a veces expresa una distancia estratégica.
En contextos locales, donde las relaciones son cara a cara y la política tiene rostro y apellido, la no asistencia puede ser una forma de deslegitimación silenciosa. Puede que no sea indiferencia, sino un modo de decir: “no me representan”.
El politólogo italiano Giovanni Sartori, en su obra Partidos y sistemas de partidos (Fondo de Cultura Económica, 2005), advierte que la calidad del sistema democrático no se mide sólo por la existencia de partidos, sino por su capacidad real de canalizar intereses sociales.
Cuando los partidos pierden esa conexión, su rol como mediadores se debilita. El caso del Municipio de Carmelo parece ilustrar ese desfasaje. El sistema de partidos local parece no lograr interpelar a una comunidad que se siente fuera de juego.
El fenómeno no es nuevo ni exclusivo. En El malestar en la globalización (Taurus, 2002), el economista Joseph Stiglitz plantea que las instituciones que no rinden cuentas pierden legitimidad, y que el descreimiento en la política muchas veces se origina en la percepción de que las decisiones ya están tomadas, de espaldas a la gente.
¿Tiene sentido asistir a una rendición de cuentas si no hay espacio para influir? ¿Para qué ir, si la planificación se presenta como inmodificable, si las prioridades ya están definidas?
A esto se suma una cuestión ideológica, menos visible, pero igual de determinante. En Capital e ideología (Thomas Piketty, 2020), el economista francés sostiene que el debilitamiento de las identidades de clase y el avance del tecnocratismo han vaciado de contenido las etiquetas tradicionales de izquierda y derecha.
En territorios como el departamento de Colonia —históricamente conservador, aunque con nuevas expresiones de centro-izquierda—, las diferencias entre partidos tienden a licuarse en la gestión cotidiana. Los programas se parecen, los discursos se mimetizan, y los debates se diluyen. El resultado: una política sin épica, sin confrontación ideológica clara y sin una narrativa que convoque.
En Carmelo, esa falta de discurso movilizador es evidente. Los candidatos más expuestos evitan discutir temas estructurales —como el modelo de desarrollo local, la redistribución de los recursos o el acceso equitativo a servicios— y se enfocan en promesas puntuales: limpieza, poda, veredas, luminarias.
Mientras tanto, temas como la descentralización real, el presupuesto participativo o la planificación urbana a largo plazo rara vez aparecen.
¿Estamos ante el fin de la política con perspectiva ideológica en el ámbito local? Más bien, estamos ante un momento de transición. La ciudadanía no ha dejado de creer en la política, pero sí ha dejado de creer en una política que no escucha, que no dialoga, que no propone un proyecto común.
La Rendición de Cuentas de 2024 fue una metáfora de todo esto. Una sala con poca gente puede ser simplemente un error de convocatoria. Pero también puede ser un signo de algo más profundo: una ciudadanía que se siente ajena, un sistema de partidos que no interpela y una democracia que, sin pueblo, corre el riesgo de convertirse en un acto administrativo más.
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