De la Redacción de Carmelo Portal
En ciudades intermedias como Carmelo, con casi 19.000 habitantes, la política local se ha vuelto una trampa perfecta: exige compromiso total pero ofrece, muchas veces, nada a cambio.
La legislación uruguaya establece que los concejales de los gobiernos locales no perciben salario, salvo el Alcalde, que sí recibe remuneración. Quienes se postulan con vocación de liderar terminan, si los votos no alcanzan, atrapados en un cargo honorario que no les permite sostener ni su vida cotidiana ni su agenda política.
La situación se ha vuelto tan común que en la última campaña algunos candidatos decidieron sincerarse: “voy por Alcalde o nada”. No es una amenaza, es una confesión. No pueden —ni quieren— sostener una vida política sin trabajo. Y esa renuncia, aunque silenciosa, es profundamente política.
Esta paradoja revela un problema estructural. El modelo de gobiernos locales, pensado para acercar el poder a la ciudadanía, se ha convertido en muchos casos en un simulacro de representación.
La matemática electoral puede castigar al más votado de un lema si no alcanza el porcentaje necesario. Ese castigo, sin embargo, no es solo simbólico: significa trabajar cinco años sin ingresos. Es la lógica de la exclusión disfrazada de democracia.
Como plantea Éric Sadin, vivimos una época donde la política ha sido subordinada a una racionalidad técnica, una gestión de cifras, porcentajes y estructuras que ignora lo humano. La voluntad popular queda encapsulada en algoritmos institucionales que determinan quién puede o no puede ejercer, sin importar su compromiso o su proyecto. Carmelo, como tantas otras ciudades, se vuelve así un escenario donde se representan formas democráticas cuyo contenido se ha evaporado.
Pero este vaciamiento no se explica sólo desde lo técnico. Slavoj Žižek diría que lo más inquietante no es que la ciudadanía no sepa lo que pasa, sino que lo sabe y actúa como si no lo supiera.
La política local se ha convertido en un teatro en el que todos los actores —candidatos, votantes, medios— simulan que las reglas son justas, que las oportunidades existen, que todo depende del mérito o la voluntad.
Pero bajo ese decorado, la verdad se impone con crudeza: sin recursos materiales no hay posibilidad de hacer política real.
Así, la representación popular se convierte en una ficción mantenida por aquellos que pueden permitirse financiarla, o por quienes asumen el cargo como un complemento menor de su vida económica. La política ya no convoca a transformar, sino a resistir.
Desde la perspectiva de Franco Berardi, esto no es más que el reflejo de una subjetividad contemporánea quebrada. En el capitalismo cognitivo, donde todo es inestabilidad, precariedad y competencia, la política ya no es un campo de creación colectiva, sino otro espacio más colonizado por las lógicas del mercado.
Un concejal sin salario representa, en términos concretos, la figura del trabajador político precarizado, obligado a sostenerse por fuera del sistema.
El resultado es previsible: la representación queda en manos de quienes no necesitan el sueldo, quienes están ya protegidos por otras estructuras, o quienes solo buscan capital simbólico. La militancia, entonces, se despolitiza. Y la democracia, lentamente, se vuelve un lujo de clase.
En Carmelo, esta situación tiene nombres y rostros. Son vecinos que se postulan con aspiraciones legítimas, que tienen ideas, proyectos, vocación. Pero que al quedar fuera de la Alcaldía, enfrentan la decisión brutal de renunciar a todo: al cargo, al equipo, al sueño. Porque no se puede militar a tiempo completo y al mismo tiempo trabajar para vivir. La arquitectura institucional no lo permite. Lo que debería ser un espacio de construcción comunitaria se convierte en una ruina habitada por el silencio.
Y ahí se juega lo más grave: en esa renuncia forzada, en ese “Alcalde o nada” que no es desprecio sino impotencia, se revela el fracaso de un modelo que ya no puede sostener ni siquiera a sus propios protagonistas.
Un modelo que, lejos de fomentar la participación, la castiga. Que selecciona no al más capaz, sino al más resistente. Que promueve no el compromiso, sino la resignación.
Quizá haya llegado el momento de mirar con honestidad esta contradicción. Y de admitir que sin condiciones materiales no hay democracia posible, solo su imitación.
Porque en ciudades como Carmelo, con su identidad singular y su historia de luchas locales, lo que está en juego no es un cargo más o menos. Lo que se juega es la posibilidad misma de que la política siga siendo una herramienta para transformar la vida de todos, y no apenas un privilegio para quienes pueden permitirse ejercerla sin salario.
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