En la campaña por la Intendencia de Colonia, el primer gesto no vino acompañado de consignas ni pancartas, sino de palabras dirigidas al otro.
El senador Nicolás Viera, candidato del Frente Amplio por el Movimiento de Participación Popular (MPP), fue el primero en plantear públicamente un debate. Su propuesta tuvo nombre propio: Guillermo Rodríguez, candidato del Partido Nacional.
En una segunda instancia, Viera incluyó en la invitación a María de Lima, también nacionalista, con la que aclaró no tener diferencias personales.
Llamativamente, no mencionó ni a los candidatos del Partido Colorado ni de la Unidad Popular, tampoco al otro frenteamplista en carrera: Carlos Fernández, representante del Partido Comunista, quien también aspira a llegar a la Intendencia.
En este tipo de gestos, muchas veces inadvertidos para el gran público, se condensa buena parte del juego político. Invitar a debatir no es solo una muestra de voluntad democrática. Es también una forma de ubicarse en el mapa electoral. En la tradición política, tanto a nivel nacional como internacional, quien convoca a un debate suele ser percibido como quien busca alterar el curso de la campaña. Y no necesariamente porque va perdiendo, sino porque necesita otro ritmo, otro marco, otra escena donde disputar el sentido.
A menudo, ese llamado al debate aparece cuando se percibe que el mensaje de campaña no está generando el efecto deseado, o cuando las encuestas —aunque no se hagan públicas— sugieren que la intención de voto no acompaña al entusiasmo de los actos.
El debate, entonces, opera como un recurso para modificar el terreno de juego, mover el eje, romper la narrativa dominante. Es, en muchos casos, un síntoma de que la campaña necesita un giro. No implica derrota, pero sí una advertencia: no alcanza con el cauce actual.
Estudios internacionales, como los de William Benoit y Thomas Hollihan, indican que los debates públicos funcionan muchas veces como herramientas para reposicionar a los candidatos que no lideran las encuestas. Quien va al frente tiene más para perder.
Por eso, en muchos casos, evitar el debate es parte de una estrategia de preservación. En Uruguay, sin embargo, hay excepciones. En 2019, Luis Lacalle Pou —cuando ya era favorito en segunda vuelta— aceptó debatir con Daniel Martínez. No lo necesitaba, pero entendió que esa instancia podía consolidar su liderazgo. Apostó a lo simbólico. Ganó, también, en narrativa.
En el caso de Colonia, el gesto de Viera parece responder a esa lógica: instalar agenda, forzar contraste, visibilizarse en un escenario donde los nombres de Rodríguez y De Lima vienen circulando con fuerza, y donde el oficialismo blanco parte con ventaja estructural. En ese marco, el debate no es tanto una búsqueda de consenso como una herramienta para generar fricción discursiva.
Pero también es una forma de interpelar al otro desde una posición de relativa desventaja. No solo en votos, sino en centralidad mediática, en visibilidad política o incluso en peso territorial. En una contienda como la de Colonia, donde las estructuras tradicionales siguen siendo determinantes, invitar a debatir puede leerse como un intento de igualar condiciones por vía simbólica. La ausencia de menciones a otros candidatos puede reforzar esa intención táctica: poner en escena solo a quien verdaderamente se percibe como obstáculo principal.
Más allá de lo que ocurra —o no— con esa convocatoria, lo que queda claro es que el acto de invitar a debatir comunica más de lo que parece. Aunque no haya respuesta, aunque la instancia nunca se concrete, el gesto instala una narrativa. Se muestra disponibilidad, se asume liderazgo, se interpela al adversario. Y, sobre todo, se habla a la ciudadanía.
Pierre Bourdieu explicaba que quien domina el campo puede darse el lujo de no exponerse. Chantal Mouffe, en cambio, defendía el conflicto como parte vital de la democracia. En ese cruce de ideas se mueve la política: entre la estrategia y la convicción, entre la táctica y el deber republicano. En tiempos de campaña, todo comunica. Y el silencio, también.
Por eso, reducir la invitación a debatir a una señal de debilidad es una lectura limitada. A veces, quien propone el cruce de ideas está marcando territorio. Y quien no responde, también. En ese juego de presencias y omisiones, se define mucho más que una fecha y un lugar: se dibuja el mapa simbólico de lo que cada candidato quiere representar.
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