La bicicleta ya no duerme en el cordón. Los bancos de la vereda están vacíos. Las puertas, cerradas con doble llave. Carmelo, aquella ciudad donde todo se sabía por las charlas en la calle y no por posteos de Facebook, parece haberse ido apagando. No se fue de golpe, no hubo un día de quiebre. Fue un lento deshilacharse, casi imperceptible, que nos dejó solos frente a pantallas, reclamando lo que antes pedíamos conversando.
La nostalgia puede ser tramposa. A veces idealiza. Pero cuando se combina con memoria crítica, puede volverse brújula. Algo nos está diciendo ese murmullo constante que recorre las redes sociales: que hay una incomodidad instalada, un descontento larvado, una ciudad que parece ya no reconocerse a sí misma.
Y no se trata solo de inseguridad o de vandalismo en las escuelas o en las plazas. Es más profundo. Es una fractura del tejido común, una erosión de ese invisible “nosotros” que alguna vez sostuvo la vida carmelitana.
Ahí, desde lejos, aparece una voz que nos puede ayudar a pensarnos: Michael J. Sandel, filósofo político, profesor de Harvard y figura internacional del pensamiento ético. No pisó Carmelo, pero su reflexión sobre el malestar democrático parece escrita para esta ciudad. Sandel identifica dos causas que explican el descontento actual: la pérdida de dignidad en el trabajo y la desaparición de los espacios públicos de convivencia.
¿Y si probamos ese marco de lectura aquí?
El trabajo que dignifica… o que duele
En Carmelo, la pérdida de trabajos tradicionales –los de verdad, los que daban sentido, los que no sólo pagaban cuentas sino que organizaban la vida– ha dejado una marca. El cierre o debilitamiento de actores claves como Calcar, las dificultades para sostener emprendimientos locales, la migración de jóvenes que buscan futuro en otro lado: todo eso no solo genera problemas económicos. Es un golpe a la autoestima colectiva.
Sandel lo expresa con claridad: el trabajo no es solo una manera de ganarse la vida, sino de ser reconocido, de sentir que uno aporta algo al bien común. Cuando ese lazo se corta, la persona no solo pierde ingresos; pierde lugar en el relato de su ciudad.
¿Qué narrativa común tenemos hoy en Carmelo? ¿Quiénes son nuestros referentes laborales, nuestros modelos a seguir? ¿Qué espacio simbólico se les da a los que madrugan, a los que se reinventan, a los que sostienen con esfuerzo los pequeños comercios, los oficios, la vida diaria?
El espacio público que se vacía
En Carmelo, las plazas están, pero ¿están vivas? Las esquinas existen, pero ¿se habitan? Los gurises en la rambla, los pibes que se juntan en la Plaza Independencia, las ferias, las canchitas para hacer deporte: lugares que antes eran intercambio de historias y diferencias, hoy son a veces territorio de sospecha, de paso, o de disputa en redes sociales. No hay escucha, hay juicio. No hay matices, hay polarización.
Sandel alerta sobre este fenómeno: cuando se pierden los lugares de encuentro, el diálogo se vuelve imposible. Y la democracia –esa que empieza en una conversación de esquina y no solo en una urna– se empobrece.
En Carmelo ya no se discute en el boliche, se sentencia en WhatsApp. Ya no se habla con el otro, se habla del otro. El resultado: una ciudad donde cada uno mira desde su trinchera y señala al culpable de siempre en la vereda de enfrente.
La ciudad como espacio ético
Sandel no propone recetas, pero sí preguntas. Nos invita a pensar qué clase de ciudad queremos ser. Una donde cada uno reclama desde su burbuja, o una donde podamos volver a decir “nosotros”. No necesitamos estar de acuerdo en todo, pero sí convivir. Ese es el desafío ético y político de cualquier comunidad.
Carmelo puede ser una ciudad pensada éticamente. No desde una moral religiosa ni de manual, sino desde la pregunta permanente por el otro:
¿ cómo vive el otro?,
¿ qué necesita?,
¿ qué puedo hacer yo por ese otro con el que comparto barrio, calle, río?
Esa ética de la convivencia no se impone desde arriba. Se cultiva. En el saludo, en la charla sin apuro, en el club que vuelve a abrirse, en la vereda que recupera sus bancos. Y también en la exigencia: porque parte del cuidado común es reclamar con argumentos y propuestas, no con insultos y memes.
Una ciudad que piense, que se piense
Sandel, que alguna vez quiso ser periodista, ha logrado algo que a muchos les parece utópico: que miles de personas escuchen filosofía, que se pregunten por la justicia, el mérito, el bien común. Que piensen. Y si algo necesita Carmelo hoy es pensarse. Sacudirse la modorra. Dejar de hablar mal del vecino y empezar a preguntarse qué ciudad estamos dejando.
La ética pública no es un curso. Es una práctica. Es la decisión diaria de habitar juntos un lugar. Y ese lugar puede volver a ser Carmelo, si recuperamos las palabras que nos unían: charla, cuidado, escucha, comunidad, pluralidad.
Porque tal vez no todo está perdido. Tal vez, con una bicicleta sin candado de nuevo en el cordón y una silla en la vereda, volvamos a recordarlo.
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