Por Redacción Carmelo Portal
Hay ciudades que miran al suelo. Que bajan la cabeza, se retraen, se encorvan como un cuerpo que aprendió a no ocupar lugar. Carmelo, muchas veces, es así. Caminarla es mirar cómo el cemento avanza sin poesía, cómo las esquinas se vuelven obstáculos y no encuentros. No se trata de falta de belleza —porque la hay, a borbotones—, sino de ausencia de una coreografía urbana que invite a detenerse, a mirar, a quedarse.
Jan Gehl, ese arquitecto que dejó de diseñar edificios para empezar a estudiar cómo se mueven las personas, escribió una frase sencilla: “Primero la vida, luego los espacios, luego los edificios.” En Carmelo, esa secuencia está invertida. Se construye sin preguntar qué tipo de vida se quiere, y se pavimenta sin saber quién caminará.
Hay plazas vacías por costumbre. Bancos orientados al sol más fuerte. Sombra que no cubre. Juegos que quedaron atrapados en una época sin niños. Calles amplias, pero sin calma. Y la costanera, esa línea sutil entre el río y el deseo, todavía no encuentra su relato peatonal. Hay rampas pero no hay continuidad. Hay vistas, pero no hay mirada. Se camina, sí. Pero a la defensiva. Como si algo faltara para que esa caminata se transforme en experiencia.
Gehl diría que eso que falta es escala humana.
La escala humana no es solo una medida física. Es una forma de organizar el mundo en función del cuerpo: cuánto tardo en cruzar, qué veo cuando camino, dónde puedo descansar. Una ciudad diseñada con esta lógica no obliga al esfuerzo. Invita. Se anticipa a la fatiga. No hay que reclamar sombra: está. No hay que buscar un banco: aparece. No hay que adivinar el camino: se despliega como quien extiende una alfombra de hospitalidad.
En Carmelo, la falta de planificación a escala humana se nota en los detalles que más importan y menos se piensan: las veredas que se angostan sin aviso, los canteros que interrumpen el paso, la señalética que no dialoga con nadie, los árboles talados sin que nadie explique por qué. Las personas mayores, las personas con movilidad reducida, quienes empujan un cochecito o cargan bolsas: todos deben adaptarse a una ciudad que no fue pensada para ellos.
Y sin embargo, bastaría poco. No se trata de grandes obras. Se trata de entender que una ciudad no se mide por el metraje de asfalto sino por la cantidad de conversaciones que permite.
Gehl solía sentarse durante horas a observar esquinas. Contaba cuántas personas se saludaban, cuántas se detenían, cuántas sonreían. Esa era su unidad de medida. No planos ni renders: la vida. ¿Cuántas vidas cruzan Carmelo en un día sin poder hacer pausa? ¿Cuántas caminan mirando el piso porque no hay estímulo visual, ni verde, ni banco, ni gesto?
El desafío no es embellecer. Es humanizar. Rediseñar las plazas para que las usen todas las edades. Reencauzar el uso de las veredas. Poner el oído en las historias mínimas: la de la señora que no baja al río desde hace un año porque le cuesta el trayecto; la del niño que se cayó en la calle porque no había senda peatonal frente a la escuela.
Carmelo tiene el tamaño justo. No necesita crecer. Necesita comprender su medida. Necesita, como dice Gehl, mirar a los ojos. Y empezar a ver lo que, por costumbre o resignación, hemos dejado de mirar.
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