Al costado de la Reserva de Fauna, frente al río, se alza un edificio que ya no es hotel, ni casino, ni refugio de turistas, ni lugar de encuentros. Es un símbolo vacío. No solo de lo que fue, sino de lo que no se animaron —o no supieron— volver a construir.
El Hotel Casino Carmelo, cerrado desde hace algunos años, se deteriora día a día mientras se convierte en un espejo sucio donde se refleja la política local, departamental y nacional.
Lo que era un ícono de desarrollo hoy funciona como un objeto de disputa menor, reducido a promesas de campaña, diagnósticos repetidos y excusas técnicas. En lugar de encarar su reactivación como una política pública estratégica, se lo empantana en discusiones parroquiales que exhiben lo más pobre del ejercicio del poder.
Política sin dimensión
Desde hace años, distintos sectores políticos han intentado explicar el tema en clave partidaria: que si el gobierno anterior no lo hizo, que si este gobierno heredó un problema estructural, que si falta interés privado, que si se está “trabajando” en un proyecto. Pero el Hotel Casino Carmelo no es un tema de partidos. Es un tema de Estado. Requiere altura, visión, urgencia y decisión. Cuatro cosas que, hasta ahora, nadie ha tenido.
Reducir su deterioro a un “asunto local” o a un “problema de la intendencia o del ministerio” es una forma de negación. Una forma de empujar el expediente a los márgenes del debate público y esconder la dimensión profunda del tema: la incapacidad sostenida de articular una política seria, consistente y de largo plazo en una ciudad que lo necesita con urgencia.
Carmelo, una ciudad con historia, con una identidad propia y con una posición estratégica entre el río y las rutas del turismo litoraleño, ha sido tratada como una nota al pie del desarrollo nacional. Y el Casino es la prueba física y material de esa marginación.
El tiempo como decisión política
Cuando el economista estadounidense Joseph Stiglitz analiza el estado de malestar en las democracias modernas, identifica un fenómeno claro: el cansancio ciudadano ante una política que posterga lo evidente. Que se acostumbra a administrar la inercia. Que convierte la demora en norma. Que vive de la táctica y no de la estrategia.
Y eso es lo que ocurre con el Hotel Casino Carmelo: hay tiempo para campañas, para promesas, para fotos y discursos. Pero no hay tiempo para decidir. No hay tiempo para asumir el costo político de hacer algo serio. No hay tiempo para poner fin a la inacción.
Sin embargo, sí hay tiempo para algo más corrosivo: convertir el abandono en herramienta de disputa. Mientras el edificio se desmorona, los sectores políticos lo utilizan como campo simbólico para marcar diferencias. Cada quien busca responsabilizar al otro. Pero casi nadie plantea una hoja de ruta seria, con plazos, presupuesto, actores involucrados y voluntad firme de transformar esa ruina en oportunidad.
Lecturas pequeñas para problemas grandes
El error más profundo ha sido el encierro del tema en la lógica de la política menor. Como si la reactivación del Hotel Casino Carmelo fuera una bandera para agitar en elecciones, y no un desafío estructural que debe trascender gobiernos, colores y egos. La falta de políticas sostenidas no es un accidente: es una forma de hacer política que privilegia lo inmediato y lo anecdótico sobre lo importante y lo estructural.
Ni siquiera se ha logrado instalar una conversación pública a la altura de las circunstancias. No hay foros, ni convocatorias, ni agendas de trabajo abiertas a la ciudadanía. Todo se maneja en despachos cerrados, en la espera de inversores privados que nunca llegan o en la fantasía de un proyecto que siempre está “por concretarse”.
Carmelo no necesita promesas. Necesita decisiones. Porque hay un límite para la paciencia. Y cuando el tiempo pasa sin que nada se haga, lo que se erosiona no es solo un edificio: es la confianza pública. Y sin confianza, la política se vuelve un ejercicio sin legitimidad.
Un espejo del país
El Hotel Casino Carmelo no es solo un edificio que se cae. Es una síntesis. De la lentitud, de la desidia, de la falta de mirada estratégica. Es también un llamado de atención: ¿cómo se puede hablar de desarrollo local si no se es capaz de resolver lo urgente y lo posible?
Cada día que pasa sin definiciones, cada filtración que agrava su estructura, cada promesa que se vuelve letra muerta, es un recordatorio brutal de que la política —cuando no decide— fracasa. Y ese fracaso no tiene ideología. Tiene responsables, sí. Pero sobre todo tiene consecuencias: la sensación creciente de que, hagan lo que hagan, los de siempre seguirán mirando para otro lado.
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