Por algún motivo, los escritores siempre regresan al lugar donde nacieron, aunque vivan en otras ciudades, aunque pasen la vida entera intentando huir de él. Hay algo en las calles viejas, en la curva del río, en la piedra suelta de una vereda, que llama como un fantasma. No importa si escriben novelas, columnas en diarios, diarios íntimos o cartas a nadie. Tarde o temprano, todo lo que escriben es una forma de volver.
Hoy, 25 de mayo, Día del Escritor Coloniense, habría que hacer silencio. Escuchar. Porque una comarca no es sólo un territorio con coordenadas: es un palimpsesto de voces que se superponen. Y los escritores —los buenos, los que se queman las pestañas, los que rompen borradores, los que dudan— son quienes mejor traducen ese murmullo de fondo.
¿Qué significa escribir desde Colonia? ¿Qué implica ese acto persistente y solitario de ponerle palabras a un lugar que parece quieto pero está lleno de historias subterráneas? Implica pertenecer a una orilla. Implica resistir al olvido. Escribir desde Colonia es trazar un mapa invisible entre ríos y rutas, entre la Calera de las Huérfanas y la rambla de Carmelo, entre Rosario, Miguelete, Nueva Palmira, Juan Lacaze, Tarariras o Conchillas, como si cada frase tejiera un puente entre el pasado y el ahora.
El escritor coloniense sabe que escribe para un lector que quizá nunca lo lea, pero también para una posteridad que, con suerte, un día sabrá que estas palabras fueron escritas aquí, en este sur. No importa si publica en Buenos Aires, en Montevideo o en Facebook: lo que importa es que escribe con una raíz que se hunde en esta tierra.
Porque hay algo que nos une más allá del gentilicio: la cercanía con el otro lado del río. No hay escritor coloniense que no haya leído a Borges, a Walsh, a Bioy, a Piglia. No hay escritor coloniense que no haya cruzado el río con la mirada o en el ferry. La literatura argentina es la madre, la hermana, la prima lejana. Es esa biblioteca con la que aprendimos a nombrar el mundo.
Pero también hay otra genealogía, más íntima, más invisible: la de los que escribieron antes que nosotros acá. Los que se animaron a decir “soy escritor” en un lugar donde escribir no era un destino, sino una rareza. Los que fundaron revistas, los que recitaron en actos escolares, los que escribieron libros de tapa blanda en imprentas locales. Ellos también son parte de esta historia.
Un escritor no es solo quien publica: es quien escribe. Quien escucha, quien observa, quien se toma el tiempo de nombrar lo que otros solo ven pasar. Y en un mundo cada vez más acelerado, más uniforme, más indiferente, ese gesto —el de escribir con y por el lugar al que se pertenece— es un acto de resistencia.
Hoy, 25 de mayo, hay que celebrar eso. No con discursos huecos ni con placas de bronce, sino con lectura. Con palabras. Con ese orgullo silencioso de quien sabe que, desde un rincón del sur, alguien escribe para la eternidad. Porque, como dijo alguna vez Juan José Saer, lo único que puede hacer el escritor es seguir escribiendo. Aunque nadie escuche. Aunque parezca que nada cambia.
Escribir es sostener la llama de una memoria.
Escribir es resistir al tiempo.
Escribir desde Colonia es, sobre todo, no olvidar quiénes somos.
Feliz día a quienes escriben desde este rincón del mundo. Que las palabras sigan brotando como los álamos después de la lluvia: firmes, altas y con raíces en esta tierra.
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