La comunicación política vive una transformación profunda en el mundo. Filósofos como Byung-Chul Han y Éric Sadin coinciden en señalar que la era digital ha reconfigurado las relaciones entre el poder, el discurso y la ciudadanía. Sin embargo, en contextos locales como el departamento de Colonia, esta transición no es lineal ni homogénea. La realidad de las campañas municipales aún está fuertemente anclada en prácticas del siglo pasado, mientras el “aggiornamento” digital avanza de forma parcial, desigual y muchas veces invisible.
Los partidos políticos aún recurren de manera predominante a la cartelería callejera, al alquiler de locales partidarios —aunque permanezcan vacíos la mayor parte del tiempo— y a una conquista territorial que sigue rigiéndose por el imperativo de la visibilidad física. Los espacios de alto tránsito se disputan con gigantografías, pancartas, pasacalles y fachadas pintadas. La lógica es clara: quien no se ve, no existe. Este fenómeno persiste pese a la creciente migración del debate público hacia las plataformas digitales.
En paralelo, se mantiene la práctica del “caminar los barrios”, un intento de reproducir la vieja política de cercanía, donde el candidato se muestra en el territorio, escucha, saluda, toma mate. Esta escena, que en otras latitudes se ha visto desplazada por la hipersegmentación y los datos en tiempo real, en Colonia sigue siendo un recurso central para interpelar a votantes que, especialmente en áreas rurales o de baja conectividad, aún se vinculan con la política a través del contacto directo.
Lo que proponen los manuales internacionales de estrategia digital —inversión en pauta segmentada, storytelling audiovisual, uso de influencers o campañas basadas en datos— apenas se refleja en el escenario local. Hay señales de adaptación, como el uso de redes sociales para compartir actividades o emitir mensajes grabados, pero se trata más de un complemento que de un eje central de campaña. Incluso en portales nativos digitales con decenas de miles de seguidores, como este medio, hay partidos que no han colocado pauta alguna. Las razones son diversas: desde limitaciones presupuestarias hasta una mirada subestimada del entorno digital o el desconocimiento del alcance real de estas audiencias.
Este rezago convive, paradójicamente, con un ecosistema mediático más diversificado que nunca. Radios locales, perfiles en Facebook con fuerte arraigo comunitario, canales de YouTube y grupos de WhatsApp han ganado peso en la circulación de mensajes. Sin embargo, la planificación estratégica de los partidos no siempre logra capitalizar estos recursos de manera coordinada.
En este contexto, el votante coloniense —como el uruguayo medio— se informa por múltiples vías. El ciudadano mayor de 60 años escucha la radio y lee el diario impreso. Los adultos jóvenes consumen noticias en el teléfono, aunque también conservan hábitos tradicionales. Los más jóvenes buscan autenticidad antes que discurso, estética antes que programa. Pero incluso en ese segmento, las campañas digitales locales suelen carecer de diseño profesional, narrativa efectiva o contenido audiovisual adaptado a sus códigos.
Así, mientras en el plano teórico se habla del paso del ciudadano al “usuario”, de la política del dato a la política del afecto, en Colonia subsiste una tensión visible: se ensaya lo nuevo, pero se ejecuta lo de siempre. La política digital es más promesa que práctica; más discurso que acción. El espacio público físico sigue siendo el principal escenario de disputa, y el algoritmo aún no ha reemplazado al altavoz.
En definitiva, las elecciones departamentales en Colonia son una postal de la transición. La vieja política no ha muerto, y la nueva aún no termina de nacer. En ese interregno, los partidos enfrentan un dilema: seguir apostando a lo que conocen o arriesgarse a construir una comunicación política más contemporánea, más profesional, más efectiva.
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