En los últimos meses de 2023, una nota periodística retrató a Calcar desde adentro: su historia, sus valores, sus desafíos, su presente y su futuro. No era solo un repaso institucional. Era una forma de presentarse ante el país, de reafirmar su identidad, de decir —en voz firme— “seguimos acá”.
Ese texto funcionaba como un espejo donde la empresa se veía y se mostraba: transparente, fuerte, con proyección. Se hablaba de recambio generacional, de adaptación a los nuevos consumidores, de inversión en tecnología, de profesionalización, de arraigo cooperativo. Se enunciaban certezas en un momento donde, en realidad, ya empezaban a escucharse los ruidos del desgaste.
Lo interesante es detenerse a pensar no tanto en lo que la empresa era, sino en cómo se autopercibía a través de esa nota de prensa. Porque lo que ahí se expresa no es la realidad objetiva, sino la forma en que la organización quería ser leída por los demás… y por sí misma.
La narrativa estaba muy cuidada: se evitaban las palabras duras, se elegían términos que transmitieran continuidad y esfuerzo. El lenguaje no era solo comunicación. Era defensa. Una forma de sostener un presente cada vez más frágil con un relato donde todo parecía bajo control.
Y sin embargo, pocos meses después, ese discurso quedó flotando como un eco. La planta detuvo su actividad, los socios quedaron en pausa, y lo que antes era un “proyecto de vida” pasó a convertirse en silencio.
El peso de lo que no se ve
Ese silencio posterior deja ver que el relato tenía una función protectora. Como si la empresa, en lugar de verse como una estructura que debía adaptarse a un entorno cambiante, se hubiera narrado como un organismo con alma propia, intocable, invulnerable. Y en eso hay una trampa.
Porque mientras el discurso hablaba de comunidad y esfuerzo, el entorno cambiaba con una velocidad y una violencia muy distinta. La automatización, la concentración del agro, el éxodo rural, la pérdida de mercados y la lógica global del consumo ya no tenían nada que ver con la épica cooperativa de mediados del siglo XX.
El relato estaba construido sobre una imagen profundamente humana del trabajo: productores que conocen a sus vecinos, tambos familiares, hijos que aprenden de sus padres, esfuerzo y comunidad. Pero la economía de hoy responde más a una lógica de sistemas que a una lógica de vínculos.
Esa tensión entre lo humano y lo inhumano es clave. Porque mientras el relato afirmaba un mundo cargado de valores y sentido, lo que avanzaba por fuera era un sistema que no entiende de eso: una red de precios, algoritmos de mercado, cadenas logísticas, mapas de distribución. Una geografía productiva que ya no se mide en relaciones humanas, sino en flujos de materia, en eficiencia, en márgenes.
Y allí aparece otro problema: el de los discursos que insisten en una dimensión casi espiritual —ética, emotiva, cultural— mientras lo inorgánico avanza. Mientras las máquinas piensan, mientras las decisiones se automatizan, mientras el campo se transforma en un tablero de sensores, el relato del productor “con nombre y apellido” queda desplazado.
El cuerpo que no aguanta su relato
Volver a leer ese texto hoy es casi conmovedor. Porque muestra cómo la empresa quiso seguir creyendo. Cómo armó una imagen de sí misma que no contemplaba la posibilidad del fin. No se trata de un engaño. Se trata de una creencia profunda en que el valor simbólico —la historia, la marca, la comunidad— bastaba para sostener el modelo.
Pero hay un momento en que los relatos no alcanzan. Cuando el terreno cambia, cuando las relaciones se desmaterializan, cuando la geografía ya no se define por cercanía física sino por lógica digital, el lenguaje queda corto. Lo simbólico se quiebra. Lo orgánico no resiste la velocidad del sistema.
Y eso es lo que ocurrió. La imagen de Calcar construida en esa nota es un buen ejemplo de lo que pasa cuando una organización sigue narrándose con el idioma de otro tiempo. Mientras el presente exige otros códigos, otras lógicas, otro ritmo.
Para seguir pensando
-
¿Qué pasa cuando las empresas se siguen pensando como cuerpos humanos en un mundo que ya no responde a esa lógica?
-
¿Cómo se sostienen los discursos cooperativos cuando el territorio ya no es comunidad, sino logística?
-
¿Qué lugar queda para los relatos fundacionales cuando los márgenes de error se achican y el algoritmo decide más que el vecino?
La historia de Calcar, leída desde su discurso, no es solo un caso empresarial. Es una postal de época. Un retrato de cómo los relatos pueden ser potentes, necesarios, incluso conmovedores. Pero también de cómo, si no se revisan, pueden dejar a las organizaciones sin margen para enfrentar lo que viene.
Comentarios