Cuando el feed se convierte en «trinchera»: la vulgaridad virtual de los líderes locales en comunidades pequeñas
Por más que la plaza pública se haya trasladado a una pantalla, el murmullo es el mismo. “¿Viste lo que puso en Facebook?”, “No lo puedo creer, ¿cómo va a hablar así?”. En ciudades de menos de 20.000 habitantes, donde el «todos nos conocemos» no es una metáfora sino una condición estructural, el comportamiento de ciertos líderes sociales, culturales o académicos en redes sociales puede resultar sorprendente, incluso desconcertante. Personas que en espacios formales apelan a la cordialidad y al saber, adoptan online un tono duro, provocador o directamente vulgar. ¿Qué los lleva a ese desdoblamiento? ¿Qué ganan? ¿Qué pierden?
Un avatar en guerra
Juan Soto Ivars lo advierte en Arden las redes: internet ha instaurado un nuevo orden discursivo donde el valor ya no está en la profundidad de lo dicho, sino en su capacidad de generar conflicto. «El escándalo ya no es un efecto colateral: es la materia prima», dice. En este nuevo hábitat, el referente social local no siempre se presenta como el gestor, el educador o el promotor cultural que es en el mundo físico. En vez de eso, emerge un avatar más beligerante, más pasional, incluso agresivo.
Este fenómeno puede entenderse como una forma de adaptación. La red, como observa Claire Bishop en Atención trastornada, ya no es simplemente un espacio de exposición, sino un campo de batalla por la atención. Y en la economía de la atención, el gesto desmedido, la palabra fuerte y el posteo con insultos son armas eficaces para capturar miradas. La moderación, en cambio, no se viraliza.
¿Y la reputación?
La noción de «reputación» en las redes ha cambiado radicalmente. Ya no se construye solo desde la coherencia, el prestigio académico o la trayectoria social. Como lo señala Roisin Kiberd en The Disconnect, la identidad digital es fluida y adictiva: el yo online no responde necesariamente a una ética interna, sino a impulsos externos de reacción, recompensa y visibilidad. Una publicación que recibe 200 reacciones, aunque esté cargada de improperios, puede reforzar el comportamiento más que años de formación universitaria.
En este contexto, la reputación se vuelve un algoritmo afectivo. Lo que importa no es cómo sos percibido por quienes te conocen, sino cómo sos interpretado por quienes te siguen, muchas veces desde la distancia. En comunidades pequeñas esto genera un choque: la «personalidad digital» de un líder local puede volverse incompatible con la expectativa presencial que su comunidad tiene de él o ella.
El efecto del espejo oscuro
Pero hay algo más profundo aún. En muchos casos, estos líderes adoptan una voz vulgar o confrontativa porque creen estar interpretando lo que “el pueblo” quiere escuchar. Se mimetizan con los discursos virales, se suman al lenguaje de la queja constante, del escarnio público, del humor grosero. Es una forma de no quedar por fuera de la conversación dominante, incluso si eso significa traicionar sus valores personales o institucionales.
Kiberd lo llama “la fragmentación del yo digital”: cuando la pantalla se convierte en un espejo oscuro que no devuelve la imagen que uno espera, sino una caricatura amplificada por los likes. Esa caricatura puede volverse adictiva, poderosa, incluso necesaria. Más aún en un escenario de hiperlocalidad donde cada posteo es monitoreado, comentado y redirigido en chats privados o grupos de WhatsApp comunitarios.
¿Y el después?
En una comunidad chica, los posteos no desaparecen. Se comentan en la verdulería, se discuten en el liceo, se murmuran en la fila del banco. El archivo digital es también un archivo emocional colectivo. Y lo que hoy genera visibilidad, mañana puede cobrar un precio alto: pérdida de confianza, deterioro de la imagen pública, conflictos personales.
Y sin embargo, el ciclo se repite. Porque las redes han dejado de ser herramientas de comunicación para convertirse en escenarios de performance. Y en ese escenario, como diría Soto Ivars, «ser sensato es ser invisible». Por eso, muchos prefieren ser visiblemente groseros, antes que elegantemente ignorados.
Epílogo: la máscara no cae, se pega
El problema es que, con el tiempo, la máscara digital ya no se saca. Queda pegada. Y ahí está el drama. La red permite representar mil versiones de uno mismo, pero la comunidad siempre recordará cuál fue la más ruidosa.
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