No lo puede atender. Está durmiendo.
A esa hora —las cuatro de la mañana— el silencio de la ciudad ya no es silencio: es otra cosa. Un zumbido suave, casi imperceptible, como si el aire respirara por su cuenta. La casa está quieta, y Carmelo —ese cuerpo tibio entre dos ríos— parece dormido también. Pero no del todo. Hay perros que ladran en la calle, el ruido sordo de un camión que pasa por la 21, alguien que no se duerme en el hospital y sale a fumar. En el centro, una persiana golpea contra el marco de una ventana con la misma insistencia que un recuerdo.
Mientras tanto, yo duermo.
Sueño con una isla. No es la Isla Sola, ni la que está frente a Punta Gorda. Es otra. Una isla que solo existe en ese estado donde todo es posible y nada duele. En el medio hay un árbol. Un eucalipto de esos que silban cuando sopla el viento del sur. Me siento debajo y escucho. A veces aparece una fragata, como las que he visto en postales viejas o en las embarcaciones varadas junto al atracadero. Hay olor a sal, aunque este arroyo es dulce. En los sueños no importa. En los sueños la lógica se rinde.
En algún momento llegan los chocolates ingleses. Aparecen como aparecía la voz de mi abuela en invierno, cuando ponía agua caliente en una botellón de vidrio y me la daba para los pies. Me los ofrece una mujer a la que no logro ver bien. Su cara cambia como las calles cuando cae la neblina. Le hablo pero no contesta. A veces pienso que sos vos. O que podrías serlo.
Hay humo de tabaco, un poco de vino tinto servido en un vaso de esos gruesos, que pesan. Alguien me alcanza una copa en el boliche de la calle Zorrilla, pero ahora estamos en un muelle, y después en el medio de la ruta, a la altura de la Calera. Me mira un caballo. Me saluda un amigo que murió hace tres años. Me río. Le pregunto cómo está. Me dice que bien, que a veces vuelve para ver si alguien sueña con él.
Todo se mueve lento. Como si alguien estuviera remando desde adentro.
A esa hora, cuando la ciudad duerme sin ruido pero con alma, pienso que vos también debes estar soñando. Que tus sábanas serán otra isla. Que tu colchón es, como el mío, un país blando, con fronteras hechas de plumas.
Mi cama es la patria mínima de lo que no puedo decir despierto. Las frazadas se inflan como velas. La almohada es una piedra lisa, húmeda, como la que está cerca de la orilla, esa donde uno se sienta a mirar lejos sin saber bien qué busca. A veces, en ese borde, alguien piensa. O llora. O se queda quieto porque moverse sería una traición.
Y entonces despierto. No sé si fue un sueño o un deseo. No sé si fuiste vos, o solo un recuerdo disfrazado de piel.
Pero por si acaso, dejo el celular cargado. Por si acaso, no cierro del todo los ojos. Por si acaso, tu sueño necesita el mío para no hundirse.
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