El reciente debate entre Nicolás Viera (Frente Amplio) y María de Lima (Partido Nacional) dejó entrever más en lo que no se dijo que en lo que efectivamente se argumentó.
A pesar de la naturaleza confrontativa que suelen tener estos intercambios, el encuentro se mantuvo dentro de un marco moderado, sin estridencias ni frases memorables, revelando un momento político en el que las formas parecieron pesar más que el contenido.
Nicolás Viera optó por una estrategia discursiva orientada al centro político, evitando referencias simbólicas que lo ligaran explícitamente a la izquierda.
En esa línea no empleó lenguaje inclusivo ni apelaciones ideológicas clásicas del Frente Amplio, y sus intervenciones estuvieron marcadas por un tono dialogante, donde la palabra “comparto” surgió con más frecuencia que los ataques directos. Esto no implica la ausencia de confrontación, sino una táctica más sutil: buscar dejar al oponente en lugares discursivos de contradicción, sin abandonar la serenidad en el tono.
En ese marco, llamó la atención su énfasis en propuestas asociadas a líneas más conservadoras, como el refuerzo de cámaras de videovigilancia o el incremento de la presencia policial. No hubo guiños explícitos hacia los sectores más vulnerables ni referencias que buscaran articular un discurso inclusivo o redistributivo. La apuesta pareció centrarse en consolidar una imagen de equilibrio y responsabilidad, evitando los extremos y buscando conectar con sectores despolitizados o de perfil moderado.
Por su parte, María de Lima no capitalizó algunas debilidades del discurso de su adversario. Pudo haber señalado la ausencia de referencias al MPP o a sectores de izquierda en las intervenciones de Viera, pero prefirió no tensionar en esa dirección. Su tono fue firme, aunque por momentos acelerado, y el cierre resultó menos prolijo, con una lectura final que no alcanzó la contundencia esperada. En un pasaje, al referirse Viera a la continuidad del Partido Nacional en el gobierno departamental durante décadas, De Lima dejó pasar la oportunidad de reformular ese argumento: en lugar de asumir la crítica, podría haber redireccionado la idea hacia una construcción narrativa sobre la relación histórica entre el votante y su opción política.
No se planteó la pregunta de fondo: ¿la continuidad es resultado de una ciudadanía equivocada o de una oposición que no logra generar una alternativa verosímil? ¿el ciudadano no sabe elegir al gobernante?
Ambos candidatos incurrieron en deslices en relación con el sentido de pertenencia local. Al calificar al departamento como “chato” o a ciertos barrios como “dejados”, las expresiones no fueron acompañadas por propuestas concretas que resignificaran esos términos. El lenguaje, en estos casos, puede operar como marca y también como herida: sin intención, se tocó el orgullo local sin ofrecer un relato reparador.
La palabra “coincido” apareció con frecuencia, dejando en evidencia un debate con escaso contraste programático. Más que un enfrentamiento ideológico, se trató de una conversación donde la búsqueda del consenso, aunque valiosa, dejó poco espacio para delinear las diferencias que construyen identidad política.
El debate trazó un mapa de gestos, silencios y señales que permiten leer el momento político actual.
Fue una escena contenida, que dialogó más con las formas de la ciudadanía que con sus urgencias. En esa tensión —entre el decir y el no decir, entre la imagen y la propuesta— se dibuja el desafío de una política que aún busca cómo reconectar desde el relato, la confianza y la palabra.
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