En tiempos de definiciones políticas, las palabras adquieren una densidad especial. No son apenas anuncios: son herramientas para construir imaginarios de futuro. Así, en el marco de una creciente disputa por el sentido de lo público, una propuesta reciente ha ganado centralidad en el debate: pavimentar todas las cuadras urbanas y suburbanas del departamento que jamás fueron intervenidas por el Estado.
El mensaje, medido y cuidadosamente formulado, organiza las acciones con un aparente sentido de equidad y eficiencia: se estudiaron todas las calles, se priorizará según urgencia, se utilizará el pavimento más adecuado a cada caso. A primera vista, el compromiso está rodeado de lógica técnica y voluntad de orden.
Tirando números
Pero un elemento esencial permanece ausente: la cifra. El discurso esquiva con elegancia el costo de la promesa. No se menciona cuánto dinero se necesitará, de qué partidas provendrán los fondos, si habrá reasignaciones presupuestarias, endeudamiento o recortes en otras áreas. El anuncio opera, entonces, en un registro que elude deliberadamente la pregunta más difícil: ¿quién paga?
Quienes han estudiado la historia fiscal y la distribución de la riqueza —como el economista Thomas Piketty— señalan que esta clase de omisiones no son casuales. Forman parte de una estrategia recurrente en las democracias modernas: separar el beneficio del mecanismo que lo hace posible.
La política aparece así como una herramienta que promete mejoras, pero que evita entrar en el conflicto distributivo que toda mejora implica. En ese silencio contable, lo que se ofrece es una promesa sin contrapeso, un proyecto sin antagonismo, un futuro sin sacrificios.
Pavimentar con ética sin dar explicaciones
La retórica del compromiso se presenta, además, como una respuesta moral frente a prácticas pasadas: no se pavimentará por clientelismo ni en el calor de las campañas, se actuará con responsabilidad. El emisor del mensaje se posiciona como quien sabe administrar lo común con sensatez, como quien interpreta las necesidades locales sin dejarse arrastrar por urgencias electorales. El gesto, en ese marco, tiene fuerza simbólica: no solo promete obras, sino una forma ética de gobernar.
Sin embargo, ese mismo gesto —al no explicar de dónde saldrán los recursos— también construye poder. Porque no hablar de dinero es decidir quién puede hacer promesas sin dar explicaciones. Y en esa elección, se cristaliza un tipo de relación con la ciudadanía: una que pide confianza, no deliberación; adhesión, no debate.
Silencio fiscal
Lejos de ser solo un detalle técnico, el silencio fiscal modela la democracia. Piketty lo advierte con claridad: cuando el Estado deja de transparentar cómo distribuye sus recursos, también deja de educar políticamente. La ciudadanía pierde de vista que todo gasto es una opción, que cada obra pública implica un modelo de sociedad, que pavimentar aquí puede significar no invertir allá.
El pavimento, entonces, llegará o no. Pero antes de cualquier obra, ya se ha construido algo: una narrativa que sugiere orden y justicia sin mostrar sus mecanismos.
En tiempos de elecciones, eso —a veces— vale más que cualquier cifra.
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