En Carmelo todos dicen que todo queda cerca. Que podés ir caminando a cualquier lado. Que no hace falta tener auto. Que es una ciudad a escala de piernas y paciencia. Pero basta ponerse los championes y salir a caminar para descubrir la trampa.
El centro, saturado de autos estacionados como si fueran dueños del lugar, te obliga a esquivar autos, motos, carteles, árboles amputados y veredas vencidas. En algunos barrios, directamente no hay veredas. Hay tierra. Hay banquinas. Hay resignación. Si sos madre con cochecito, si sos mayor con bastón, si tenés una discapacidad o simplemente caminás con otro ritmo, la ciudad se vuelve una carrera de obstáculos.
Jeff Speck, es un urbanista , escritor y conferenciante estadounidense dice que una ciudad verdaderamente caminable no es aquella que se puede recorrer a pie, sino aquella que invita a hacerlo.
Esa invitación, en Carmelo, está extraviada. Porque caminar no es solo trasladarse: es habitar, observar, cruzarse con otros, descubrir. Es construir ciudadanía desde los pies.
Speck habla de la “regla de oro del urbanismo”: cuanto más gente camina, más segura y vital es una ciudad. Pero no por magia. Es porque una ciudad diseñada para caminar se vuelve democrática. Porque no excluye. Porque no castiga al que no tiene auto. Porque permite que el trayecto sea parte del destino. En Carmelo, esa ciudad aún no existe.
Las calles están pensadas para que pasen cosas rápido. Pero nadie diseñó lo que pasa cuando uno quiere ir lento. La costanera, una de las postales más fotografiadas de la ciudad, no tiene continuidad para peatones. No hay señalización para cruzar. No hay bancos mirando al río donde uno pueda sentarse a ver cómo pasa la vida. El río está ahí, como un cuadro al que no se le ha colgado la luz adecuada.
Las escuelas, los centros de salud, las plazas: todo está, pero nada está conectado. Lo que podría ser una red de trayectos seguros y agradables, es hoy un archipiélago. Un mapa fragmentado de lugares útiles sin puentes entre ellos. En los barrios, sobre todo los periféricos, la caminabilidad es un privilegio ausente. Y como en todo lo urbano, lo que se niega a uno, se le niega a todos.
Speck insiste en que una ciudad caminable es más saludable, más equitativa y más económicamente viable. Pero lo más importante es que es una ciudad que respeta a sus habitantes. Que no los obliga a vivir en la lógica del apuro, del peligro, del descuido. Que cuida a quienes la caminan como si cuidara su propio cuerpo.
Carmelo es una ciudad que podría ser ejemplo. Su tamaño, su trazado, su historia, su ritmo: todo parece estar a favor. Pero falta algo que no se ve en Google Maps: la decisión política de diseñar para el caminante. No alcanza con decir “se puede ir a pie”. Hay que querer que se haga. Y para eso, hay que poner al peatón en el centro del proyecto urbano.
Porque una ciudad que se camina es una ciudad que se encuentra. Que se reconoce. Que se cuenta. Y Carmelo, que tiene tanto por contar, merece ser caminada con alegría, no con cautela. Con deseo, no con miedo.
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