De la Redacción de Carmelo Portal
Las pantallas digitales llegaron a nuestras ciudades mucho después de haber invadido nuestras casas y bolsillos. Primero fueron símbolos del progreso urbano en metrópolis como Nueva York o Londres; hoy, también forman parte del paisaje visual de pequeñas localidades, como Carmelo, en el suroeste de Uruguay. Con sus 19.000 habitantes y un sistema de calles ortogonales propio del damero fundacional, esta ciudad enfrenta un dilema urbano no menor: ¿cómo conviven estos nuevos dispositivos visuales con una movilidad vehicular ya de por sí compleja y una señalética de tránsito contradictoria?
El debate no gira en torno a si estas pantallas son «buenas» o «malas», sino si son pertinentes en entornos con dinámicas visuales y de circulación específicas. En Carmelo, donde las esquinas están próximas, las calles son angostas y los cruces se suceden en pocos metros, el uso intensivo de pantallas electrónicas con imágenes en movimiento plantea interrogantes que requieren ser respondidos desde una mirada empírica, técnica y social.
El lenguaje de las pantallas y el espacio urbano
En los últimos años, se ha desarrollado un nuevo lenguaje visual asociado a las pantallas digitales urbanas. Lejos de ser meros carteles publicitarios, estos dispositivos buscan captar la atención a través de lo inesperado: imágenes surrealistas, paisajes ensoñadores, fragmentos de videoarte, o escenas en cámara lenta que irrumpen en el ritmo cotidiano de la ciudad. Todo esto se resume en un término comercial: el “efecto WOW”.
Este efecto pretende generar experiencias memorables para los transeúntes, pero ¿qué ocurre cuando estas experiencias se insertan en una ciudad como Carmelo, donde la circulación vehicular, la visibilidad y la seguridad vial son temas urgentes? En lugares donde las esquinas están distanciadas por apenas 100 metros y no hay semáforos en las principales intersecciones, una imagen brillante o en movimiento puede hacer que una fracción de segundo se transforme en una distracción fatal.
¿Qué tan seguras son?
La presencia de pantallas digitales en ciudades pequeñas exige revisar el entorno donde se ubican. En Carmelo, muchas esquinas funcionan con criterios de preferencia contradictorios, donde la lógica del tránsito no siempre se condice con la señalización o las costumbres de los conductores. En este contexto, las pantallas luminosas —al captar inevitablemente la mirada— pueden volverse un factor distractor.
La evidencia científica internacional, si bien limitada en contextos rurales o de ciudades intermedias, sugiere que el movimiento y la luminosidad de estas pantallas pueden reducir la atención al entorno inmediato, especialmente al aproximarse a cruces o realizar maniobras. En ciudades con buena regulación y calles amplias, esto se compensa. En dameros apretados como el de Carmelo, la situación es diferente: la proximidad entre intersecciones y la escasa separación entre calzada y vereda pueden amplificar cualquier distracción visual.
El dilema: estética vs. funcionalidad
Los promotores de las pantallas argumentan que estos dispositivos pueden mejorar el espacio urbano, otorgándole modernidad, dinamismo e incluso sentido artístico. No se trata solo de vender productos: se trata de transformar el espacio público en una experiencia sensorial, estética y a veces interactiva.
Pero esa lógica, eficaz en avenidas de gran escala o centros comerciales, no siempre se traduce con éxito en ciudades como Carmelo, donde el flujo vehicular, la cantidad de peatones y la infraestructura vial no se diseñaron para acoger este tipo de intervenciones tecnológicas.
Además, en un contexto donde la comunicación visual del tránsito ya es confusa, donde las prioridades no siempre están claras y donde coexisten calles preferenciales sin un patrón evidente, introducir nuevos estímulos visuales puede entorpecer más de lo que embellece.
¿Y si las pantallas hablaran el idioma local?
Más allá de su diseño o ubicación, uno de los principales desafíos de las pantallas digitales es que deben adaptarse al entorno, y no al revés. En una ciudad como Carmelo, eso implica asumir que no todos los lenguajes visuales tienen cabida. El entorno urbano tiene sus códigos y ritmos, y cualquier tecnología que pretenda insertarse en él debería respetarlos.
Las pantallas podrían, en todo caso, cumplir funciones comunitarias: informar sobre actividades barriales, el estado del tránsito, campañas de salud, alertas meteorológicas o incluso datos históricos del lugar. Pero eso implica una planificación que hoy parece ausente, en un ecosistema visual saturado, donde la pantalla compite con carteles, vidrieras, señales de tránsito y esquinas mal resueltas.
Un debate pendiente
Este no es un alegato contra la tecnología, sino un llamado a discutir su adecuación al entorno. Carmelo, como muchas otras ciudades con escala humana, enfrenta el desafío de cómo integrar nuevas formas de comunicación visual sin poner en riesgo la seguridad vial ni comprometer la legibilidad de su espacio urbano.
En tiempos donde lo digital parece inevitable, la pregunta no es si las pantallas deben estar o no en nuestras calles, sino cómo, dónde, para qué y para quiénes. Porque en las ciudades pequeñas, como en las grandes, la forma en que miramos también construye la manera en que vivimos.
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