Este viernes, los diputados colonienses mantendrán una reunión con el jefe de Policía del departamento. La escena es tan habitual que podría describirse sin necesidad de agenda: un intercambio de datos, diagnósticos ya conocidos, expresiones de preocupación y una foto que busca transmitir control. Pero bajo esa superficie previsiblemente institucional se mueven tensiones más profundas, que dicen tanto del presente de Colonia como de la manera en que Uruguay discute su seguridad.
Colonia siempre se narró a sí misma como un territorio donde la convivencia se explica sola: un departamento que recibió inmigrantes, cultivó la tolerancia y exhibió por años un funcionamiento social casi pedagógico para el resto del país, «la Finlandia de Uruguay».
Sin embargo, los hechos recientes —hechos aislados para algunos, síntomas de cambio para otros— han desacomodado esa tranquilidad simbólica. Y allí es donde una reunión que podría parecer rutinaria adquiere otro espesor.
Reuniones que ordenan la ansiedad, más que los problemas
Los encuentros entre representantes políticos y autoridades policiales funcionan como dispositivos de contención: ordenan la inquietud pública en un formato tranquilo y reconocible. El solo hecho de reunirse transmite el mensaje de que “algo se está haciendo”. Pero ese efecto tranquilizador no siempre se traduce en decisiones.
En buena parte del país, estas reuniones producen un resultado que se parece más a un ritual que a una definición: un acuerdo general sobre la gravedad del problema, una enumeración de acciones en curso y el compromiso de mantener el diálogo. El ciclo se repite sin un cambio sustancial en la gestión, como si la escena misma fuera la solución.
En Colonia, ese automatismo convive con una particularidad: aquí la preocupación por la seguridad se discute sobre un territorio que durante décadas fue sinónimo de orden. Lo excepcional, aunque sea estadísticamente menor que en otros departamentos, se vive como ruptura.
Un departamento que cambió sin que su relato cambiara
Las transformaciones sociales y económicas de los últimos años —nuevas dinámicas de movilidad, cambios en hábitos de consumo, desigualdades que emergen donde antes había homogeneidad— complejizan la vida cotidiana de Colonia. Sin embargo, el relato dominante sigue siendo el de la “tranquilidad asegurada”.
Ese desfasaje crea un problema político: cuando cambia la realidad pero no cambian las categorías para pensarla, las respuestas quedan atrapadas en un tiempo que ya pasó. Entonces, una reunión de seguridad no solo discute delitos: discute la identidad de un departamento que siempre creyó estar a salvo de ciertas tensiones nacionales.
Qué diagnósticos esperan en la mesa
Sin anticipar lo que aún no ocurrió, es posible delinear los escenarios más verosímiles:
1. El diagnóstico policial
Informes sobre zonas sensibles, horarios críticos, operativos recientes, necesidad de más recursos o tecnología. La Policía ofrece información que suele reforzar una idea central: el problema es manejable, pero requiere ajustes.
2. El diagnóstico político
Los diputados llegan con presión social acumulada, con la certeza de que la inseguridad se transformó en un reclamo prioritario. Necesitan respuestas visibles, aunque no necesariamente profundas.
3. El diagnóstico social, siempre al borde de la mesa
Rara vez se discute con la misma centralidad cómo influyen el empleo, la integración barrial, la vida comunitaria, la educación o la salud mental. Son factores que modifican la seguridad tanto como un patrullaje, pero que no se resuelven con un parte de prensa.
El resultado probable es un consenso sobre la necesidad de “coordinación”, una palabra que en Uruguay funciona como comodín: suena decisiva, pero pocas veces incluye compromisos verificables.
Localismos, tensiones y discursos que no son neutrales
En Colonia conviven tres maneras de hablar de seguridad:
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El discurso apaciguador, que intenta preservar la identidad del departamento: “Esto sigue siendo un lugar tranquilo”.
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El discurso urgente, que busca acciones concretas y visibles: “Hay que actuar ya”.
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El discurso punitivo, que se vuelve más estridente en momentos de miedo: exige mano dura, identifica enemigos internos y simplifica problemas complejos.
La reunión con la Jefatura no solo absorberá esos discursos; también los producirá. Y en esa producción se definirá, en parte, qué Colonia quiere narrarse el día siguiente: si una que reconoce su complejidad o una que se aferra al pasado; si una que apuesta a políticas integrales o una que reduce la seguridad al patrullaje visible.
Lo que está en juego no es el diagnóstico, sino el método
El desafío no es que los representantes políticos y la Policía se reúnan: es qué hacen con ese encuentro.
Hay preguntas esenciales que Colonia todavía no ha respondido:
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¿Qué significa “éxito” en seguridad para un departamento que históricamente fue sinónimo de calma?
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¿Cuánto del problema es delito y cuánto es percepción?
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¿Qué compromisos verificables pueden surgir de una reunión que, hasta ahora, se repite con el mismo libreto?
Una reunión que se limite a intercambiar diagnósticos será apenas un nuevo capítulo del ritual. Una que se atreva a poner sobre la mesa estas preguntas podría inaugurar un modo distinto de pensar la convivencia en Colonia.
Colonia frente al espejo
Cada época redefine su forma de sentir el riesgo. Hoy, Colonia mira con inquietud fenómenos que antes pasaban de largo. Pero esa inquietud también puede ser una oportunidad: revisar qué políticas se sostienen solo por costumbre, qué herramientas faltan y qué tipo de comunidad quiere seguir construyendo el departamento.
La reunión entre los diputados y el jefe de Policía, aunque parezca un trámite, tiene la posibilidad de revelar —si se la toma en serio— algo más que la preocupación de siempre: puede mostrar si Colonia está dispuesta a discutir su futuro con la misma madurez con la que durante décadas administró su pasado.

























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