En Carmelo no hay laboratorios de inteligencia artificial ni campus tecnológicos. No hay ingenieros entrenando modelos ni centros de datos zumbando día y noche. Sin embargo, la inteligencia artificial ya organiza buena parte de la vida cotidiana de la ciudad. Lo hace en silencio, sin anuncios, sin debates públicos, sin siquiera ser nombrada.
La pregunta no es si la IA llegó a Carmelo. La pregunta es cómo llegó, desde dónde y para quién trabaja.
Para pensar esa escena local —concreta, humana, reconocible— resulta especialmente fértil el enfoque de la investigadora australiana Kate Crawford, una de las voces más influyentes en los estudios críticos sobre inteligencia artificial. En Atlas de la Inteligencia Artificial, publicado a fines de 2022 y plenamente vigente, Crawford desmonta una idea muy extendida: que la IA es una tecnología abstracta, neutral y beneficiosa por definición. Su tesis es otra, más incómoda y más política: la IA es un sistema material, económico y de poder.
Mirada desde Carmelo, esa afirmación cobra una nitidez particular.
Una tecnología que no se ve, pero ordena
Cada vez que alguien busca alojamiento para el fin de semana, elige un restaurante según reseñas, planifica una visita desde Buenos Aires o decide no venir porque “no aparece nada nuevo”, hay algoritmos operando. Google Maps, plataformas de reservas, redes sociales, motores de recomendación: todos clasifican, jerarquizan y ordenan la ciudad.
Carmelo aparece allí como dato. Como imagen. Como categoría. Como puntuación.
No es una ciudad que decide cómo es vista: es una ciudad vista desde sistemas externos, entrenados con datos que no se produjeron aquí y bajo lógicas que no se discuten aquí. Crawford llama a esto extractivismo digital: territorios que generan información, valor y visibilidad sin controlar su uso ni su destino.
La ciudad es observada, medida y comparada. Pero no participa de esas decisiones.
La materialidad escondida de lo digital
Uno de los aportes centrales de Crawford es recordar algo que suele olvidarse: la inteligencia artificial no es etérea. Está hecha de minerales, energía, infraestructuras, trabajo humano y combustibles fósiles. Cada consulta, cada imagen, cada predicción requiere una cadena material que empieza muy lejos de Carmelo, pero termina influyendo sobre ella.
Cuando la ciudad es promocionada como “escapada”, “destino tranquilo” o “postal ribereña”, esa imagen no surge de la nada. Es el resultado de sistemas que simplifican lo complejo para volverlo consumible. Esa reducción no es inocente: define qué tipo de turismo llega, qué inversiones se consideran viables y qué relatos quedan fuera.
La vida real —el trabajo, los conflictos, la desigualdad, la juventud que se va— rara vez entra en esas clasificaciones.
Trabajo sin fábrica, control sin patrón visible
Crawford desmonta otro mito: la idea de que la IA elimina el trabajo humano. En realidad, lo reorganiza, lo invisibiliza y muchas veces lo precariza. En Carmelo esto no se expresa como automatización industrial, sino como dependencia creciente de plataformas.
Comerciantes condicionados por algoritmos de visibilidad. Trabajadores que dependen de calificaciones. Emprendimientos turísticos atados a métricas externas. Comunicadores locales obligados a adaptarse a lógicas de alcance y segmentación que no controlan.
El valor del trabajo ya no se define solo en la comunidad, sino en sistemas opacos que ordenan quién aparece y quién no. En una ciudad chica, donde el reconocimiento siempre fue cara a cara, esa mediación silenciosa introduce una nueva forma de desigualdad.
Clasificar es gobernar
Uno de los capítulos más duros del libro de Crawford está dedicado a la clasificación. No como técnica, sino como acto político. Clasificar personas, territorios o comportamientos implica imponer una forma de ver el mundo.
Carmelo es clasificada constantemente. Por plataformas, por buscadores, por sistemas de recomendación. Es “esto” y no “aquello”. Es lo que aparece en los resultados y lo que queda oculto. Esa clasificación condiciona expectativas, flujos y decisiones.
En ciudades grandes, estas dinámicas se diluyen. En una ciudad de 19 mil habitantes, se sienten rápido. Se vuelven visibles. Y, sobre todo, difíciles de discutir porque vienen presentadas como neutrales, técnicas, inevitables.
Vigilancia sin espectacularidad
Crawford advierte sobre el uso creciente de la IA en sistemas de vigilancia y control. En Carmelo no hay drones ni reconocimiento facial masivo, pero sí una vigilancia blanda, distribuida y cotidiana: registros, trazabilidad, cámaras, aplicaciones, bases de datos.
En una ciudad donde “todos se conocen”, el control ya no pasa solo por la mirada del otro, sino por sistemas que registran, predicen y ordenan comportamientos. No es un control espectacular: es silencioso. Y por eso mismo, más difícil de cuestionar.
Decisiones lejos, efectos cerca
Quizás el punto más fuerte del enfoque de Crawford, leído desde Carmelo, sea este: las decisiones tecnológicas se toman lejos, pero sus efectos se sienten aquí. En corporaciones, gobiernos y centros de poder que no conocen la ciudad, pero la modelan.
Carmelo no eligió los sistemas que la observan, la clasifican o la representan. No participa de su diseño ni de su regulación. Sin embargo, vive bajo sus consecuencias.
Pensar la IA desde lo humano
Atlas de la Inteligencia Artificial no es un libro sobre el futuro. Es un libro sobre el presente. Y leído desde una ciudad chica como Carmelo, se vuelve una herramienta poderosa para hacer preguntas locales, concretas y urgentes.
No se trata de rechazar la tecnología ni de idealizar el pasado. Se trata de recuperar algo esencial: la posibilidad de discutir colectivamente cómo queremos ser vistos, gobernados y organizados.
En una ciudad donde todavía importan los vínculos, la escala humana y la memoria compartida, pensar críticamente la inteligencia artificial no es un lujo académico. Es una forma de defender la vida cotidiana frente a sistemas que prometen eficiencia, pero rara vez preguntan a quién benefician.
Carmelo, por su tamaño y su historia, es un lugar privilegiado para hacerlo. Porque aquí, cuando algo cambia, se nota. Y cuando algo se pierde, también.
























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