A veces el crimen no irrumpe. Entra sin ruido, se quita los zapatos, se acomoda en el sillón o en una cama ajena y se duerme.
El hombre estaba ahí. Tendido. Respirando con la tranquilidad de quien no sospecha que el sueño que lo acuna será el último en libertad. No había forzado la cerradura ni roto ventanas. No gritó. No robó. No huyó. Solo durmió.
Fue una vecina la que marcó el número. Dijo que había un desconocido dentro de su casa, acostado, dormido como si el techo fuera suyo. Cuando los efectivos llegaron, lo encontraron tal cual lo describió: acostado, con el cuerpo en pausa, ajeno al revuelo que estaba por comenzar.
No ofreció resistencia. Tampoco explicó por qué eligió esa casa ni cómo había entrado. Lo sacaron en silencio y lo llevaron a la comisaría. El parte policial se escribió sin adornos: ingreso no autorizado, denuncia, detención.
La Justicia no necesitó más. El hombre, identificado como G.D.P.F., compareció ante el Juzgado Letrado de Colonia. La figura penal no dejó lugar a ambigüedades: violación de domicilio agravada. Siete meses de prisión efectiva. Una sentencia por dormir donde no debía.
No hubo violencia, no hubo robo. Solo la invasión sorda y sin permiso de un espacio íntimo. La cama, el techo, los objetos de lo cotidiano convertidos en testigos mudos de una intromisión.
Ahora duerme en otro lugar. Uno sin cerraduras que forzar, pero con barrotes que no se abren.
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