El 30 de junio de 2020 no hubo sirenas, ni discursos, ni corte de cinta. Tampoco hubo despedidas públicas. Solo una puerta que se cerró para siempre. Ese día, sin ceremonia, el Hotel Casino Carmelo bajó su cortina definitiva y con ella algo más se apagó en la ciudad. No solo quedó vacío un edificio. Quedó vacía una parte de la memoria colectiva.
Desde entonces, el hotel permanece ahí: cerrado, deteriorado, mudo, pero a la vez elocuente. Porque no hay ruina que no diga algo. En su silencio, el hotel interroga: ¿Qué hicimos con lo que fuimos? ¿Y qué estamos dispuestos a imaginar con lo que queda?
Arquitectura que narra y denuncia
A diferencia de otras construcciones grises, inabordables, el Hotel Casino Carmelo no es brutalista ni monumental. Su arquitectura es más bien funcional, armónica, atada a un tiempo en que Carmelo quería mostrarse elegante, amable, abierto al mundo. Pero lo que hoy conmueve no es su estilo, sino su estado: ruinoso, descuidado, expuesto.
El artista y arquitecto Gordon Matta-Clark sostenía que los edificios abandonados podían ser lienzos de una crítica. Que donde el sistema veía residuos, él veía posibilidad. Su obra consistía en cortar estructuras en desuso para exponer las fisuras del orden urbano. Aplicado al caso del Hotel Casino, su pensamiento resulta incómodo: ¿qué dice de nosotros este abandono?
La fecha como herida
El 30 de junio de 2020 no es solo un día en el calendario. Es una herida. Porque no se cerró solo un hotel. Se cerró una etapa, una forma de vivir la ciudad. Para muchos carmelitanos, esa fue la última vez que el hotel iluminó su hall central, que los pasillos se llenaron de pasos, que alguien miró el río desde sus ventanales altos.
A partir de entonces, la ruina comenzó a hablar. Y lo que dice es incómodo: una ciudad que no logra pensar qué hacer con su patrimonio, probablemente también tenga dificultades para pensar su futuro.
La ciudad sin relato
La sensación que queda es la de una ciudad sin relato, sin una narrativa que recupere el pasado y lo proyecte hacia adelante. En otras partes del mundo, edificios similares fueron transformados en centros culturales, espacios comunitarios o museos vivos. Acá, el tiempo pasó y nadie se animó.
El edificio no tiene un cerco, pero sí un cerco simbólico: el de la indiferencia, el del no saber qué hacer, el del mirar para otro lado. Como si fuera más fácil dejarlo caer que enfrentarse a la responsabilidad de reinventarlo.
¿Y ahora qué?
¿Vamos a esperar que colapse? ¿Que se convierta en una anécdota más del pasado? ¿O vamos a pensar en cómo resignificarlo, con memoria, con respeto, con ideas?
Porque el 30 de junio de 2020 ya fue. Pero su sentido puede construirse todos los días. Esa fecha puede ser el cierre de una etapa, sí, pero también el comienzo de otra, si alguien —una comunidad, un gobierno, un colectivo— se anima a mirar esas ruinas no como escombros, sino como cimientos.
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