De la Redacción de Carmelo Portal
La niebla cubría la bicicleta como un velo, haciendo de su silueta una sombra apenas perceptible en la madrugada de agosto de 1933. Pedaleaba rápido, sin mirar atrás. Sabía que ya no había vuelta. Había dejado Alemania, la iglesia que la había formado, las calles que conocía de memoria. Lo hacía no solo porque la habían expulsado, sino porque quedarse significaba rendirse, y Ana María Rübens nunca fue de esas personas.
Tenía 33 años y una convicción férrea: el Evangelio no era un libro para ser leído en los púlpitos, sino un manifiesto de lucha. Se había enfrentado al nazismo con sus palabras, con sus sermones que rechazaban el odio, con su insistencia en que Dios no tenía nacionalidad, ni sangre, ni bandera. La iglesia, atrapada entre el miedo y la conveniencia, la despidió. Su pecado: desafiar al régimen.
Tomó su bicicleta y huyó a Holanda. Cruzó la frontera en la oscuridad, con la niebla como única cómplice. La historia de Ana María Rübens comienza así: en fuga, en resistencia, en un viaje que nunca terminó del todo.
La casa en Colonia Valdense: un hogar para los exiliados
En 1936, lejos de la Alemania que la traicionó, Uruguay se convirtió en su destino y su salvación. En la Colonia Valdense, una pequeña comunidad fundada por inmigrantes valdenses, encontró un nuevo hogar. Compró una vieja finca con el dinero que le dejó su hermano fallecido. No tenía parroquia, ni púlpito, ni iglesia. Solo una casa y tierra fértil. Y eso fue suficiente.
Desde el primer día, la “Casa Rübens” fue más que una vivienda: fue refugio, fue escuela, fue iglesia sin campanario, fue trinchera sin armas. Los perseguidos por el nazismo llegaban de a poco, algunos solos, otros con sus familias enteras. Algunos se quedaban semanas, otros meses. En esa casa se sembraban verduras, se cosechaban flores y se cultivaba algo mucho más necesario: la esperanza.
Había tardes de trabajo en el campo y noches de teatro improvisado, de cantos alrededor de una fogata. Para los exiliados, aquella casa en medio de la nada se convirtió en un lugar donde ser libre todavía era posible.
El eco de la persecución
La historia parecía empeñada en repetir los mismos ciclos. En 1973, con el golpe de Estado en Uruguay, las puertas de la Casa Rübens volvieron a abrirse, esta vez para los hijos de los perseguidos políticos.
Los militares habían convertido el país en una maquinaria de miedo. Los niños de los detenidos por razones políticas, aquellos cuyos padres habían sido encarcelados o desaparecidos, encontraron en Ana María una segunda madre. No preguntaba nombres ni historias. Solo los protegía. Les enseñaba canciones, los llevaba al campo, les contaba historias donde siempre ganaban los valientes.
Mientras tanto, ella también era vigilada. Su nombre apareció en la lista de personas buscadas por el régimen. Pero Ana María no era ingenua. Antes de que la atraparan, antes de que la silenciaran, tomó un avión y volvió a Alemania en 1975. Esta vez, el exilio no era elección: era el único camino para seguir viva.
Una vida de lucha, sin fronteras
El retorno a Alemania no fue un retiro. Se unió a Amnistía Internacional, trabajó en el movimiento por la paz, siguió siendo la mujer que nunca se resignó.
Murió en el país donde había nacido, lejos de aquella casa en Uruguay que tanto significó. Pero las casas no son solo ladrillos y techos. Son las historias que guardan, las vidas que transforman. La Casa Rübens, aunque sin su dueña, sigue de pie.
Su historia no es solo la de una teóloga exiliada. Es la historia de una mujer que convirtió cada espacio que habitó en una resistencia. Porque Ana María Rübens no solo huyó del nazismo o de la dictadura uruguaya: huyó de la indiferencia, de la injusticia, de la fe sin compromiso.
Y en su fuga, en su andar incansable, construyó un mundo donde siempre había espacio para otro, donde nadie era extranjero, donde el Evangelio no era solo palabra, sino acción.
El regreso de Ana María
El viento de Colonia Valdense se llevaba el polvo del camino de las Toscas, pero no su memoria. Ana María Rübens había llegado a aquel rincón del mundo con una convicción firme: ser libre, en una época en que la libertad tenía precio. Fue de las primeras mujeres en desafiar los códigos, vistiendo pantalones cuando eso era un gesto de rebeldía y cortándose el cabello como quien recorta ataduras. Allí vivió cuarenta años, criando a su hijo Thomas y abriendo su casa a quienes la necesitaran.
Pero la dictadura la expulsó en 1979. Cruzó el océano con el exilio clavado en la piel y se refugió en Alemania, donde trabajó para Amnistía Internacional, como si su propia historia la hubiera llevado de la mano hacia la defensa de otros. En Gotinga, pasó sus últimos años en una residencia de ancianos, aunque su corazón seguía en la tierra que la había acogido. Murió lejos, en 1990, pero sus cenizas regresaron.
Mucho después, Montevideo nombró una calle con su nombre. En Colonia, la Fundación Isabel Artús pidió que el camino donde había vivido llevara su huella. No era solo una cuestión de homenaje: era devolverle, aunque sea en palabras, el lugar que una vez le quitaron.
Ana María volvió, como vuelven los que nunca se fueron del todo.
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