Por Daniel Pérez
El futuro del trabajo ya no es un asunto reservado para expertos o foros especializados. Es una dimensión concreta de nuestra vida cotidiana, es parte de las decisiones familiares, de las dudas de los docentes, de las incertidumbres de los trabajadores y en los silencios de los jóvenes. No estamos frente a una película que vendrá dentro de unos años, sino ante un proceso que ya comenzó. Y si no lo comprendemos colectivamente, puede profundizar aún más las desigualdades existentes.
La transformación que vivimos no es una simple actualización tecnológica ni una transición más dentro de la historia del empleo. Es un cambio estructural que impacta en la forma de producir, de enseñar, de aprender, de vivir y de organizar la vida social. La inteligencia artificial, la automatización, los algoritmos y la economía digital no sólo modifican ocupaciones: alteran trayectorias vitales, formas de vincularse con el conocimiento y la posibilidad misma de proyectar un futuro digno.
En este escenario, el primer gran desafío lo enfrentan las personas. Quienes hoy trabajan en sectores tradicionales, como la industria manufacturera, la logística o los servicios presenciales, sienten en carne propia cómo las certezas se desvanecen. La pregunta por “¿qué va a pasar con mi trabajo?” ya no es de largo plazo: es inmediata, cotidiana, y afecta autoestima, estabilidad emocional y salud mental. Las reconversiones no son automáticas ni neutras: requieren tiempo, acompañamiento, recursos y sentido. Sin políticas públicas claras, muchas personas quedarán a la intemperie del cambio.
El segundo gran desafío recae sobre el sistema educativo, que en muchos casos sigue formando para un mundo que ya no existe. Las instituciones de formación técnica, las universidades, las escuelas y los espacios de educación no formal enfrentan una tensión estructural: formar para los empleos actuales sin dejar de preparar para los que todavía no existen. La brecha entre lo que se enseña y lo que se necesita saber no deja de ampliarse, sobre todo en contextos rurales o empobrecidos, donde el acceso a tecnologías y saberes sigue siendo profundamente desigual.
Es urgente repensar qué entendemos por “competencias” en este nuevo mundo laboral, y qué lugar le damos a la educación como herramienta de transformación social. No alcanza con enseñar habilidades técnicas o digitales descontextualizadas, el sistema educativo necesita revisar sus lógicas, sus contenidos y sus prioridades, no para subordinarse al mercado, sino para dialogar con él desde una posición activa, crítica y propositiva.
Educar para el trabajo no es formar para la obediencia, sino para la participación democrática. Por eso, junto a la alfabetización tecnológica, necesitamos desarrollar el pensamiento crítico, la empatía, la ética pública, la colaboración y la capacidad de actuar frente a la incertidumbre. Educar para los desafíos del trabajo que viene es también construir ciudadanía.
Lo más grave es que este debate sigue encapsulado en espacios cerrados, sin traducirse en políticas públicas universales, sostenidas y con visión de largo plazo. Uruguay tiene ventajas: una red educativa pública que llega a todo el país, una institucionalidad democrática estable y una cultura del trabajo arraigada. Pero también enfrenta desafíos concretos: fuertes desigualdades territoriales, dificultades para integrar tecnologías en el aula y escasa articulación entre el sistema educativo y el mundo productivo.
Esto exige una política pública integral que conecte UTU, las intendencias, los centros rurales y los sectores más expuestos a la automatización. No alcanza con apps ni con proyectos piloto: se necesita una inversión sostenida en formación situada, anclada en las realidades locales y pensada con los actores del territorio. No se trata solo de mejorar indicadores, sino de transformar trayectorias.
La pregunta no es si el trabajo va a cambiar, ya cambió. La verdadera pregunta es si somos capaces de construir una sociedad que no deje a nadie atrás. Si podemos garantizar formación, orientación y oportunidades reales para adaptarse sin perder derechos. Si asumimos, con claridad, que el sistema educativo necesita una transformación profunda para sintonizar con un mundo laboral en mutación constante.
Esto no implica renunciar a la formación ciudadana ni a los valores democráticos. Al contrario: implica reconocer que educar para el trabajo y educar para la ciudadanía no son caminos opuestos, sino partes de un mismo proyecto de justicia social en tiempos de cambio acelerado.
Digámoslo con todas las letras: si no ponemos en el centro a las personas y a la educación como pilares de esta transformación, el futuro del trabajo será otra fuente más de exclusión.
El futuro del trabajo ya no es un asunto reservado para expertos o foros especializados. Es una dimensión concreta de nuestra vida cotidiana, es parte de las decisiones familiares, de las dudas de los docentes, de las incertidumbres de los trabajadores y en los silencios de los jóvenes. No estamos frente a una película que vendrá dentro de unos años, sino ante un proceso que ya comenzó. Y si no lo comprendemos colectivamente, puede profundizar aún más las desigualdades existentes.
La transformación que vivimos no es una simple actualización tecnológica ni una transición más dentro de la historia del empleo. Es un cambio estructural que impacta en la forma de producir, de enseñar, de aprender, de vivir y de organizar la vida social. La inteligencia artificial, la automatización, los algoritmos y la economía digital no sólo modifican ocupaciones: alteran trayectorias vitales, formas de vincularse con el conocimiento y la posibilidad misma de proyectar un futuro digno.
En este escenario, el primer gran desafío lo enfrentan las personas. Quienes hoy trabajan en sectores tradicionales, como la industria manufacturera, la logística o los servicios presenciales, sienten en carne propia cómo las certezas se desvanecen. La pregunta por “¿qué va a pasar con mi trabajo?” ya no es de largo plazo: es inmediata, cotidiana, y afecta autoestima, estabilidad emocional y salud mental. Las reconversiones no son automáticas ni neutras: requieren tiempo, acompañamiento, recursos y sentido. Sin políticas públicas claras, muchas personas quedarán a la intemperie del cambio.
El segundo gran desafío recae sobre el sistema educativo, que en muchos casos sigue formando para un mundo que ya no existe. Las instituciones de formación técnica, las universidades, las escuelas y los espacios de educación no formal enfrentan una tensión estructural: formar para los empleos actuales sin dejar de preparar para los que todavía no existen. La brecha entre lo que se enseña y lo que se necesita saber no deja de ampliarse, sobre todo en contextos rurales o empobrecidos, donde el acceso a tecnologías y saberes sigue siendo profundamente desigual.
Es urgente repensar qué entendemos por “competencias” en este nuevo mundo laboral, y qué lugar le damos a la educación como herramienta de transformación social. No alcanza con enseñar habilidades técnicas o digitales descontextualizadas, el sistema educativo necesita revisar sus lógicas, sus contenidos y sus prioridades, no para subordinarse al mercado, sino para dialogar con él desde una posición activa, crítica y propositiva.
Educar para el trabajo no es formar para la obediencia, sino para la participación democrática. Por eso, junto a la alfabetización tecnológica, necesitamos desarrollar el pensamiento crítico, la empatía, la ética pública, la colaboración y la capacidad de actuar frente a la incertidumbre. Educar para los desafíos del trabajo que viene es también construir ciudadanía.
Lo más grave es que este debate sigue encapsulado en espacios cerrados, sin traducirse en políticas públicas universales, sostenidas y con visión de largo plazo. Uruguay tiene ventajas: una red educativa pública que llega a todo el país, una institucionalidad democrática estable y una cultura del trabajo arraigada. Pero también enfrenta desafíos concretos: fuertes desigualdades territoriales, dificultades para integrar tecnologías en el aula y escasa articulación entre el sistema educativo y el mundo productivo.
Esto exige una política pública integral que conecte UTU, las intendencias, los centros rurales y los sectores más expuestos a la automatización. No alcanza con apps ni con proyectos piloto: se necesita una inversión sostenida en formación situada, anclada en las realidades locales y pensada con los actores del territorio. No se trata solo de mejorar indicadores, sino de transformar trayectorias.
La pregunta no es si el trabajo va a cambiar, ya cambió. La verdadera pregunta es si somos capaces de construir una sociedad que no deje a nadie atrás. Si podemos garantizar formación, orientación y oportunidades reales para adaptarse sin perder derechos. Si asumimos, con claridad, que el sistema educativo necesita una transformación profunda para sintonizar con un mundo laboral en mutación constante.
Esto no implica renunciar a la formación ciudadana ni a los valores democráticos. Al contrario: implica reconocer que educar para el trabajo y educar para la ciudadanía no son caminos opuestos, sino partes de un mismo proyecto de justicia social en tiempos de cambio acelerado.
Digámoslo con todas las letras: si no ponemos en el centro a las personas y a la educación como pilares de esta transformación, el futuro del trabajo será otra fuente más de exclusión.


























Comentarios