La Navidad, en Uruguay, nunca fue un bloque fijo. Cambia porque la sociedad cambia. Y si se la mira con atención —como quien espía por la ventana de una casa ajena— hoy dice mucho más de lo que parece.
Durante buena parte del siglo XX, la Navidad fue un ritual doméstico ordenado: mesa larga, familia extensa, horarios casi sagrados, un tono solemne aunque festivo. En ese esquema, como explicaba José Pedro Barrán, las celebraciones familiares funcionaban como dispositivos de control social suave: reproducían jerarquías, afectos, silencios y también mandatos. La familia era una institución moral antes que emocional.
Ese modelo empezó a resquebrajarse hace décadas, pero hoy el quiebre es evidente. Las señales están a la vista: menos misa, menos obligación, menos guion. Más elección.
Una Navidad más liviana (y más frágil)
Aunque el asado está muy presente también las cenas “light”, los menús diversos —vegetarianos, sin alcohol, sin carne— no son solo una moda gastronómica. Hablan de un cambio cultural profundo: el cuerpo, la salud y la sensibilidad individual pasaron a primer plano. Ya no se celebra resistiendo, sino adaptando. Barrán diría que el viejo sacrificio fue desplazado por el autocuidado.
También cambió la mesa: hay menos parientes y más afectos elegidos. Amigos, parejas recientes, familias ensambladas. El “amigo invisible”, tan repetido, es casi un símbolo de época: anonimato lúdico, intercambio mínimo, afecto sin exceso. Un gesto pequeño en tiempos de vínculos más frágiles.
Del pesebre al paquete
La Navidad uruguaya es hoy mucho menos religiosa. No porque haya desaparecido la fe, sino porque dejó de ser obligatoria. El pesebre convive —cuando convive— con el carrito de compras online. La liturgia fue reemplazada por la logística.
Ahí entra Byung-Chul Han: vivimos en una sociedad del rendimiento y del consumo emocional. La Navidad ya no exige devoción, exige felicidad. Y la felicidad, como sabemos, se compra, se exhibe y se mide. Si no hay alegría, hay culpa. Si no hay ganas, hay falla.
La presión ya no viene de la Iglesia, sino del clima social: hay que pasarla bien. Hay que subir la foto. Hay que demostrar que la noche fue especial.
Una fiesta sin relato común
Yuval Noah Harari ayuda a entender otro punto clave: las sociedades se sostienen por relatos compartidos. Durante décadas, la Navidad ofrecía uno claro: nacimiento, familia, continuidad, esperanza. Hoy ese relato está fragmentado.
Cada familia arma su propia Navidad. Algunas rescatan tradiciones; otras las vacían de sentido; otras inventan nuevas. No es necesariamente peor. Es distinto. Pero el costo es evidente: menos símbolos comunes, menos códigos compartidos, más soledad para quienes no encajan.
¿Empobrecimiento o transformación?
Tal vez la pregunta esté mal planteada. No es un empobrecimiento lineal ni una evolución triunfal. Es una transformación ambigua. Ganamos libertad y perdimos certeza. Ganamos diversidad y perdimos ritual. Ganamos elección y perdimos relato.
La Navidad uruguaya hoy es más corta, más práctica, menos solemne y más incierta. Se parece bastante al país que la celebra: laico, moderado, cansado, afectivo a su manera, incómodo con los excesos y escéptico de las verdades absolutas.
Quizás, como siempre en Uruguay, la Navidad no desaparece: se acomoda. Cambia de forma, baja el volumen, se corre un poco del centro. Y en ese movimiento, sigue siendo lo que siempre fue: un espejo. Aunque a veces no nos guste demasiado lo que devuelve.


























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