Oscar Corbacho: El poeta carmelitano que escribió en la Argentina

Oscar Corbacho el poeta carmelitano que escribió en la Argentina.

OSCAR CORBACHO (1922-2015),

Por Mariano Shifman

Oscar Corbacho nació en Carmelo, Uruguay, en 1922. A los seis meses su familia se trasladó a la Argentina. Estudió literatura y filosofía, ejerció la crítica bibliográfica en los diarios Clarín y La Nación. Fue creativo publicitario. Publicó los siguientes libros de poesía: Un domingo por semana (1971), Confesión espontánea (1972), Orden del día (1974), Poetas juntos (con Fernando Sánchez Sorondo y Héctor G. Solanas, 1979), Antes que nada (2008) y De repente sonetos (con Alfredo De Cicco, 2013).

 

            En el prólogo a Antes que nada, el penúltimo libro de poesía publicado por Oscar Corbacho en 2008, aseguraba la escritora Bibi Albert: “Oscar ES (las mayúsculas en el original) este libro. Este libro no es una parte de su corazón. ES su corazón. Y también –y muy fuertemente- su hígado. Y sus huesos. Y su sangre…”.

La idea de Albert cuenta con venerables precedentes. Recuerdo aquí dos: “Camarada, esto no es un libro, quien toca esto toca a un hombre”: palabras de Walt Whitman referidas a Hojas de Hierba. “Madame Bovary soy yo”: Gustave Flaubert, en alusión a su libro (a su criatura) más célebre.

A la distancia de más de un siglo y medio no tengo razones para dudar de las palabras del poeta democrático ni del novelista exquisito. Pero no puedo dar fe de ellas: por insalvables razones cronológicas, entre otras, me resultó imposible tratarlos. Puedo afirmar, sí, respecto de Oscar Corbacho, poeta nacido en Carmelo, Uruguay, en septiembre de 1922 y muerto el 2 de mayo del año pasado, que los conceptos precedentes no son exagerados.

Conocí a Corbacho a fines de julio de 2013 en la SADE, durante la presentación de “De repente sonetos”, colección de sonetos suyos y de Alfredo De Cicco. Era ya un hombre de noventa años, con dificultades de movilidad, pero plenamente -tristemente- lúcido. Me permitiré un ¿oxímoron?: su lucidez era a la vez triste y vital. Lo intuí enseguida, al leer sus poemas esa misma madrugada y lo confirmé a lo largo de casi dos años, sus dos últimos años, durante los que tuve la suerte de ser su amigo.

Doblándome en edad, y perteneciente a una generación de poetas que no habían renunciado ni a la música ni al sentido (en ese orden o viceversa), Corbacho debió de haberse sorprendido cuando, a los pocos días, le envié por correo electrónico algunos de mis sonetos. Recibí con rapidez sus comentarios entusiasmados, sanguíneos, sin máscara (igual que sus poemas). No dudó en alentarme a publicarlos, sugiriéndome títulos para el libro; escritores y editores con quienes debía “contactarme”; posibilidades de difusión. Porque me quería, se enojaba cuando le sugería que las circunstancias de la época no eran las mejores para esos intentos…

Cuento todo esto no para hablar de mí, sino para hacer una semblanza de él. Se daba entero por aquello en lo que creía -equivocado o no, creía en mis poemas-. Y de tal manera se volcaba en cada uno de sus versos.

La antología que sigue a esta nota intenta ser representativa de la obra de Oscar Corbacho. Aunque amó desde adolescente la poesía, publicó su primer libro: Un domingo por semana con casi cincuenta años. No es de extrañar que siendo un poeta “maduro” desde su estreno, la infancia perdida, el feroz paso del tiempo, la muerte de los seres queridos fuesen sus obsesiones, pero también el germen de sus mejores páginas.

En sus libros -tanto los publicados por editoriales como en los confeccionados artesanalmente en tiradas reducidas, que regalaba a sus amigos más entrañables- Corbacho se sirvió de las formas métricas tradicionales, en especial el soneto, con la misma naturalidad con la que utilizó el verso libre. Empleo la cursiva aquí, porque en su caso, la “libertad de las ataduras” no implicó jamás el uso y abuso de la cacofonía y menos aún del disparate; en sus poemas, brillantes o menos inspirados, jamás faltó la musicalidad ni las razones y las pasiones que hacen que un poema sea digno de su nombre.

Más de una vez hablamos de Dios y de la muerte, dos cuestiones gemelas. Se definía ateo, pero a su pesar: no hacía profesión de fe de la falta de fe. Releyendo sus poemas (y pienso, por caso, en “Carmelo”, quizás el mejor), no me extraña su escepticismo. Corbacho era un hombre visceral, siempre imantado por las sensaciones, por las imágenes, por los sonidos, por los sabores. El prometido mundo del más allá, quimérico o no, probablemente le resultaba tedioso o como mínimo demasiado etéreo.

 

Sé que los premios son relativos: Borges no recibió el Nobel; y esto es un sinsentido, pero no relativo, sino absoluto. A veces, sin embargo, las distinciones ilustran con justicia las condiciones de un escritor. Antes de concluir, considero necesario mencionar que Oscar Corbacho ganó en 1972 el Premio Municipal de Poesía de la Ciudad de Buenos Aires. Y que en aquella ocasión fueron miembros del jurado María Granata, Ricardo Molinari, Sigfrido Radaelli, Francisco Tomat Guido y Raúl González Tuñón.

 

 

Carmelo

 

El arroyo transcurre por su flanco

como una leve lengua por la herida.

En las calles el tiempo se suicida

sobre un silencio casi todo blanco.

 

El campo roe con su corto tranco

la sustancia del pueblo. Desteñida,

la noble plaza es una luz dormida.

El cerro, un desconsuelo de barranco.

 

Aquí están sus riberas, sus arenas,

su islote vegetal flotando apenas:

la vecindad sutil de la distancia.

 

Aquí está, segregado del olvido,

en un rincón del tiempo repetido,

este viejo juguete de la infancia.

 

(De Orden del día, 1977)

 

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