Varela, el demócrata apasionado (2ª Parte)

Por Daniel Abelenda

“José Pedro Varela, escéptico entusiasta y crédulo; ateo místico; partidario sin partido; utilitario y egoísta en teoría y en los hechos generoso y abnegado; filósofo materialista; el malo más bueno que he conocido.” JULIO HERRERA Y OBES.

En agosto de 1868, José Pedro Varela regresa a Montevideo, procedente de EE.UU. donde ha permanecido 6 largos meses, mucho más de lo requerido para los negocios que intentó concretar. Lo hace en el mismo vapor en que regresa a su patria, el embajador de la Argentina en el país del Norte, Domingo Faustino Sarmiento, quien le ha contagiado su admiración por el sistema norteamericano de educación, llevándolo incluso a varias universidades y presentándole a destacados pedagogos, como John Dewey.

También es su estancia en Boston, N. York y otras ciudades del Noreste, el joven Varela, siempre enamoradizo, trabó relación con militantes “sufragistas”, mujeres que luchaban por la igualdad de derechos civiles y políticos, movimiento que recién comenzaba y tardaría aún décadas en llegar al Río de la Plata. Aquí Varela intentará, sin éxito, propagar estas ideas para una sociedad aún muy conservadora y machista (recién en 1938 las mujeres podrán votar en el Uruguay).

¿Cómo surgió esa pasión por iniciar una cruzada por la educación para el pueblo? No lo sabemos con certeza, pero por las decisiones que José Pedro tomará en los años siguientes, y el fervor con que las acompañó, señalan que ha encontrado –a los 23 años- su misión en la vida.

En la siguiente década, Varela se entregará de cuerpo y alma a transformar la Educación Pública de la República Oriental del Uruguay, un país atrasado económicamente, con apenas 221.000 habitantes (58.000 en Montevideo). Se calcula que casi el 80 % eran analfabetos, y por tanto, no podían elegir ni ser electos para ningún cargo público. Así lo determinaba la Constitución de 1830, que imponía el sufragio censitario, y una República elitista, donde la política estaba en manos de los caudillos del Interior o los “dotores” de la Capital (todos hombres). Muy pocos entre esta clase dirigente, utilizaban en sus discursos o artículos, el vocablo Democracia…

En ese segundo semestre de 1868, la actividad de Varela se multiplica con una energía inaudita (aún debe trabajar en la barraca familiar): funda el diario “La paz”, del cual será alma mater y director hasta su cierre en 1873, y la más perdurable e inédita “Sociedad Amigos de la Educación Popular”, junto con algunos compañeros principistas, jóvenes e idealistas como él: Carlos María Ramírez, Eduardo Acevedo y Elbio Fernández, entre otros.

Esta sociedad llegó a contar con unos 240 suscriptores que pagaban una cuota mensual. Se organizaban charlas, conferencias y se editaban publicaciones que reclamaban extender la educación laica y gratuita a todos los rincones del País, para lograr ciudadanos ilustrados y socialmente útiles. “Es preciso formar republicanos”, era uno de los lemas.

El siguiente paso en Montevideo, fue la creación de una Escuela Laica, que llevará el nombre de Elbio Fernández, fallecido con sólo 26 años. También se crearon otras Sociedades en localidades del Interior; no todas tuvieron recursos para abrir escuelas o colegios, aunque sí algunas Bibliotecas Públicas, como fue el caso de N. Palmira (Depto. de Colonia), donde se creó la primera biblioteca de este tipo en el Interior (1872).
De a poco, esta corriente de pensamiento liberal y anticlerical, va ganando terreno en los ambientes intelectuales. El grupo de la Sociedad Amigos, da conferencias en el Ateneo o en la Universidad, y pronto su prédica despierta ecos incluso en Argentina y Chile, donde Varela concurre a dar conferencias (gracias a los buenos oficios de su amigo Sarmiento).
Entre 1874 y 1875, el improvisado pedagogo, sistematiza sus ideas en dos ensayos que tomarán la forma de libros: “La educación del pueblo” y “La legislador escolar”, textos que aún hoy figuran en los programas de Magisterio.

En el medio de un país convulsionado por las guerras civiles y los golpes cuarteleros, Varela es propuesto como candidato por el partido Liberal Radical -los “Principistas”- como Alcalde Ordinario y Defensor de Pobres de Montevideo (un cargo que requería funciones de Fiscal, para las cuales no tenía formación académica).

Pero el día de las elecciones, 10 de enero de 1875, estalla el motín de los colorados “candomberos”; hay disparos de armas de fuego y relucen facones y sables en plena Plaza Constitución (la mesa de votación estaba en el Cabildo) con un saldo de 10 muertos y 50 heridos. La elección es aplazada indefinidamente, y Varela salva su vida escondiéndose en un zaguán de la calle Ituzaingó. Este hecho, un signo de los tiempos, allanará el camino hacia el poder de los “colorados netos”, que junto con la Federación Rural, quieren que un hombre fuerte se haga cargo de la Presidencia: el coronel Lorenzo Latorre, un veterano de la Guerra del Paraguay.

Los revolucionarios deponen al Presidente interino José Ellauri y nombran en su lugar, ¡a Pedro José Varela, el político por el cual nuestro biografiado había cambiado el orden de sus nombres.

José Pedro y otros opositores a la dictadura que se está instaurando, se ven obligados a exiliarse en el extranjero. Varela huye a Buenos Aires, a casa de su amigo Bartolito Mitre (hijo del Presidente Bartolomé Mitre), a quien conociera en su viaje a EE.UU.
Ya se ha casado (1874) con Adela Acevedo, una dama proveniente de una familia patricia que dio grandes intelectuales al Uruguay, y con quien tendrá dos hijos varones.

La relación con su esposa para haber sido verdaderamente romántica e igualitaria, algo inusual en aquella época, donde abundaban los matrimonios por conveniencia.
En todo caso, hablan de la modernidad y “civilización” de ambos cónyuges en aquellos tiempos todavía “bárbaros”, para utilizar la célebre dicotomía de Sarmiento
“¿Qué haces por las noches al dormirte, ahora que te faltan las caricias de despedida? Yo me figuro que te las doy, y con el espíritu al menos, te digo: `hasta mañana`”, dice en una de sus cartas desde la capital argentina, a mediados de 1875.

A principios de 1876, puede regresar a Montevideo, donde la situación se ha estabilizado. En marzo de ese año, asumirá como “Gobernador Provisorio”, el Coronel Lorenzo Latorre, quien promete orden y progreso en la República Oriental.

Y en este punto, el destino o la Providencia, vuelve a intervenir, a favor de Varela. El ministro de Gobierno (Interior) de Latorre, Montero Bustamante, conocía al futuro reformador y su prédica, y a pesar de saber los reparos que tendría Varela, le ofrece el cargo de Inspector de Instrucción Pública de Montevideo en marzo de 1877. Luego de pensarlo por varios días, y ya con el rechazo de sus amigos más cercanos (algo que resintió la salud de José Pedro), Varela acepta. Es la oportunidad de llevar a los hechos la tan deseada Reforma. Luego Latorre lo nombra Inspector Nacional de Educación, y el 24 de agosto de 1877, el Gobernador Provisorio firma el famoso “Decreto-Ley de Educación Común”, y la reforma (o las reformas) toma un gran impulso. Varela organiza un cuerpo de 14 Inspectores Departamentales (ese era el número de Departamentos del Uruguay), se aprueban Programas, se imprimen Textos para cada grado y se examinan a aspirantes a Maestros Normales.

Los resultados en el corto plazo y gracias al fervor de Varela, son impactantes: en 1877 había solamente 196 escuelas en todo el país, 17.500 alumnos y no hay datos de los maestros; para 1890, funcionan 470 escuelas (urbanas y rurales), asisten regularmente 46.000 alumnos y trabajan 1.041 maestros “examinados”. La escuela pública es ahora nacional y popular.

A pesar de que su cáncer de estómago le provoca dolores horribles, José Pedro continúa trabajando sin pausa hasta agosto de 1879, cuando ya no puede salir de su cama, y debe renunciar. Lo sucederá su hermano Jacobo, quien realizará también una gran labor, a estar por las cifras antedichas.

El 24 de octubre de ese año, José Pedro Varela, el demócrata más apasionado que haya tenido el Uruguay en el Siglo XIX, muere en Montevideo. Fue cabalmente, “un hijo de sus obras”, como dijera el más famoso de los personajes literarios, don Quijote de la Mancha.

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