El abanico de Zulma

Tendría 14 años cuando conocí a Zulma, una señora sesentona que llegó a la ciudad desde el campo, donde trabajaba su esposo e hijos como peones rurales.

Tal vez con los ahorros de toda una vida compró la casa contigua a la que yo vivía. De ojos verdosos, pelo canoso, regordeta y con un caminar cansino, así la recuerdo.

Ella se hizo conocer por sus problemas cardíacos. A los pocos días de llegar al barrio se presentó en casa con su nombre y pidió pasar porque se sentía mal. Allí nos contó de sus asuntos de salud que su esposo y uno de los hijos trabajaban en el campo, mientras que el más chico pasaba largas temporadas internado, -Tiene un problema aquí –señalando la cabeza.

Zulma vivía sola y a veces se escuchaba discutir con su hijo cuando volvía de estar internado o con su esposo, los fines de semana que llegaba al pueblo, pasando primero por el bar para terminar mal herido discutiendo.

No conozco una sola visita que no haya sido por sus problemas cardíacos. Llegaba con un abanico y los síntomas que decía tener eran calor en el rostro, una sensación de taquicardia y nada más.

Nunca pasaron a mayores estos episodios, durante años llegamos a sospechar -incluso- que eran todas mentiras y un recurso para burlar su soledad. Tampoco vimos llegar a médico alguno, ambulancia o cualquier elemento que indicara la verificación de su enfermedad coronaria.

En casa, no había ni siquiera teléfono para llamar ante una eventual emergencia. Ninguno de nosotros tenía conocimientos básicos de primeros auxilios. Y seguramente si algo serio le hubiera pasado, habría quedado allí sin ninguna posibilidad, por lo menos de atención en primeros auxilios.

Muchos años después y preguntando sobre el destino de Zulma, me dijeron que todo terminó como lo tenía planeado, con un ataque al corazón fulminante, en su propia casa, sin necesidad de buscar el abanico, y salir corriendo a lo de ningún vecino.

Elio García

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